
ESCRIBE JORGE RENDON VASQUEZ
El 23 de marzo de 1961, la Universidad de Buenos Aires me confirió el título de Abogado tras aprobar las asignaturas de esta carrera en la Facultad de Derecho. Dos meses después, con Perla, mi esposa argentina, nos establecimos en Lima.
Creo que para los fines de esta historia podría ser ilustrativo contar cómo había llegado a Buenos Aires.
Entre 1949 y 1951 yo había cursado los dos años de Letras, obligatorios en ese momento, y el primero de Derecho en la Universidad de San Agustín de Arequipa, y los dos años siguientes de Derecho en la Universidad de San Marcos.
Al comenzar abril de 1954, una noche cuando salía de la Biblioteca de la Universidad de San Marcos, un grupo de la Policía Política me capturó en el Parque Universitario y me condujo a la Penitenciaría de Lima. Allí, tras una sesión de torturas que se extendió una semana, me mantuvieron encerrado un año con otros estudiantes de San Marcos. Era la manera de proceder de la Dictadura de Manuel A. Odría, sus patrocinadores de la oligarquía y sus esbirros con quienes los criticaban y llamaban a la resistencia.
En Abril del año siguiente, tras una huelga de hambre y un apresurado juicio por la Zona de Policía, me deportaron a la ciudad de La Paz con otros cinco estudiantes de San Marcos. Un mes después, la policía política de Bolivia nos condujo a la frontera con Argentina por una solitaria carretera y sin documentos, sin duda para asesinarnos. De esta conjura de los Gobiernos de Odría y Paz Estenssoro nos salvó una contrabandista boliviana, quien se había enterado en Villazón de lo que iban a hacernos y nos siguió con varios campesinos armados que obligaron a los policías a dejarnos ir a pie por una quebrada hacia el territorio argentino. Cinco horas después, hallamos un puesto de la Gendarmería cerca de Yavi Chico donde pedimos asilo político, el que llegó a La Quiaca, adonde nos habían llevado.
Empecé a estudiar en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, en agosto de 1956, tras aprobar los exámenes de revalidación de varios cursos de educación secundaria en el Colegio Nacional de esta ciudad. Aunque ese mes de agosto el Congreso de la República del Perú, con su nueva composición, había dado una ley de amnistía y los exiliados políticos podíamos retornar al Perú, decidí quedarme en Buenos Aires. No me importó perder los cinco años de estudios universitarios que ya tenía en el Perú frente a la oportunidad de estudiar Derecho en una de las universidades más importantes de América Latina que el destino o lo que fuera me estaba ofreciendo. Además, en diciembre de 1955, había conocido en las tertulias de estudiantes a Perla, quien estudiaba Derecho en la Universidad de Buenos Aires, y nos enamoramos. Contaba, por otro lado, con la solidaridad y la magnanimidad del pueblo argentino que siempre me dio la oportunidad de trabajar y a la que yo correspondía con mi tesón y lealtad. A esta generosidad se añadió la beca en dinero, que durante los dos últimos años de mis estudios en la Facultad de Derecho, me concedió la Universidad de Buenos Aires, dirigida por el rector Risieri Frondizi.
En Agosto de 1960, nos casamos con Perla en la ciudad de Santa Fe, donde residían sus padres.
Más tarde, en Lima, la habilitación de mi título de Abogado por la Universidad de San Marcos se prolongó hasta Agosto de 1961. Para obtenerla y eximirme de los exámenes en las asignaturas relativas a la normativa del Perú invoqué los tratados de Derecho Internacional Privado de Montevideo de 1889 y 1940 que establecen la revalidación automática de los títulos de abogado en los países suscriptores de ambos tratados, y la Argentina y el Perú lo son. En setiembre de ese año obtuve la colegiatura en el Colegio de Abogados de Lima.
Como durante esos meses no podía ejercer la Abogacía, empleaba mi tiempo en revisar la legislación peruana y, sobre todo, en comprender su práctica procesal. Lorenzo Tolentino, un Abogado algo mayor que yo, muy inteligente y culto, a quien conocí por esos días, me ayudó, instruyéndome en la práctica de las correrías por las escribanías, que en esos años eran negocios privados.
Vivíamos entonces en un pequeño departamento de la urbanización El Porvenir de La Victoria, amparados por mis padres, quienes ocupaban con mis dos hermanos otro departamento en el mismo piso del edificio. Si yo hubiera pertenecido al establishment y tenido las facciones de la raza blanca o, por lo menos, un apellido aceptado por el establishment nuestra vida hubiese sido diferente. Habría conseguido fácilmente un empleo y una posición desahogada. Pero siquiera pensarlo era para nosotros algo tan irracional como ver al sol salir de noche. Además, por alguna recóndita intuición, cuya base debía de ser la noción de la igualdad de todos sin otras distinciones que sus méritos y talento, nunca fui propenso a solicitar recomendaciones. Por lo tanto, teníamos que comenzar de cero sin desanimarnos y confiando solo en nuestra fuerza interior.
Mi hermano Edmundo, quien ya era ingeniero civil, alquiló una oficina en un cuarto piso de un edificio del jirón Carabaya, a unos veinte metros de la plaza San Martín, donde me cedio una habitación que vestí con unos muebles de fortuna y en la que pasaba casi todo el día, esperando clientes que nunca llegaban. Se decía, en ese tiempo, que los clientes de los Abogados jóvenes eran de las tres p: los parientes, los pobres y las prostitutas. Deseché ocuparme de estas y cifré mis esperanzas en los parientes y los pobres los que, sin saber yo cómo, comenzaron a llegar a cuentagotas con sus problemas y unos honorarios minúsculos, pero bienvenidos.
Como, desde mi infancia en Arequipa, siempre me he inclinado hacia el estudio y a internarme en la imaginación creativa, en mis ratos libres en la oficina, que abarcaban casi todo el día, me dediqué a leer, leer y leer, escribir, escribir y escribir y corregir, corregir y corregir.
Perla tampoco perdía el tiempo, y continuaba en la Facultad de Derecho de la Universidad de San Marcos los estudios de Derecho que había comenzado en la Universidad de Buenos Aires.
LA RUTA DEL DOCTORADO EN EL PERÚ
Al año siguiente, 1962, como si fuera un deber que debía cumplir normalmente, me inscribí en el curso doctoral de la Facultad de Derecho de la Universidad de San Marcos, que estaba en la Casona del Parque Universitario.
Para alcanzar el doctorado se requería entonces tener un título profesional, seguir un año de estudios y sustentar una tesis ante un jurado. Ese año, los alumnos inscritos éramos unos nueve, pero solo asistíamos a las clases cuatro o cinco. A pesar de la insuficiencia de las exposiciones de los profesores, que yo advertía al compararlas con las clases homólogas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, me alegraba escucharlas y trataba de poner algo más por mi cuenta.
Ese año pasó como un suspiro, pero me trajo más clientes de los dos grupos que he mencionado.
En 1963 las cosas mejoraron para nosotros. Mi cartera de clientes aumentó y su procedencia cambió. En adelante la mayor parte fueron trabajadores y organizaciones sindicales. Asimismo, nos mudamos a una oficina de dos ambientes en un edificio del jirón Contumazá, a dos cuadras de la Universidad de San Marcos. También eclosionó mi producción intelectual que se había acumulado en los meses solitarios de los dos años anteriores, y pude publicar dos libros con nuestros recursos, Derechos sociales del obrero y Fundamentos de la evolución económica y un folleto sobre el régimen laboral de construcción civil, con un tiraje de unos 5.000 ejemplares cada uno, que se vendieron en menos de un año.
Simultáneamente, emprendí el fichaje para mi tesis doctoral. El tema elegido, que sirvió como título, fue Introducción al Derecho del Trabajo y su fondo, que yo debía demostrar, era la necesidad de promover una legislación laboral que les hiciera justicia a los trabajadores. Luego comencé la redacción, trabajando en ella en cuanto momento disponible tenía, en nuestro departamento y en el estudio jurídico.
En abril de 1965 comencé a trabajar como profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de San Marcos, tras haber ganado el concurso para acceder al cargo de profesor auxiliar de Derecho del Trabajo en noviembre del año anterior, concurso que fue el primero en la historia de esta Facultad. Hasta ese momento, los profesores, por lo general de familias del establishment, eran nombrados por decisión de los decanos y rectores. Algunos de ellos eran, sin embargo, muy competentes y unos pocos llegaban a tener cursos escritos o libros. Este trabajo era a tiempo parcial y no me impedía continuar atendiendo a mis clientes en mi estudio jurídico.
Cuando mi tesis estuvo lista, a mediados de 1966, Perla la copió en esténciles, 328 páginas de tamaño oficio, para imprimir unos veinte ejemplares, de los cuales nueve fueron a los miembros del jurado designados por la Facultad de Derecho. Dicho sea de paso, hasta ese momento solo un profesor de esta Facultad se había recibido de doctor con una tesis, Luis Bramont Arias, cuyo título fue La ley penal que se publicó luego como libro. A los demás profesores les dieron la oportunidad de recibirse con una tesina seguida de una decisión administrativa.
Sustenté mi tesis doctoral el 3 de octubre de 1966, sabiendo que algunos miembros del jurado no abrigaban buenas intenciones hacia mí. Sin embargo, tras la exposición y el debate ante el público de estudiantes y abogados, que llenaba el salón de actos, el jurado me aprobó por unanimidad y la mayor parte de sus miembros me felicitó efusivamente. Esta tesis, que puede consultarse en la Biblioteca de la Facultad de Derecho de la Universidad de San Marcos, se reprodujo como mi libro del mismo título, publicado después en varias ediciones con los cambios exigidos por la evolución de la legislación sobre su materia. No sé de otras tesis doctorales en esa década.
No obstante, y a pesar de la importancia de este doctorado en mi carrera profesional, yo no estaba satisfecho con él y quería otra cosa, algo más grande.
Previendo que en algún momento habríamos de viajar a Francia a continuar nuestra formación profesional, mi esposa y yo nos habíamos inscrito en la Alliance Française para estudiar Francés. En realidad, para ella, se trató de su perfeccionamiento porque ya hablaba esta lengua.
En Febrero de 1966, yo le había preguntado al Consejero Cultural de la Embajada Francesa si podrían ayudarme con una beca para hacer el doctorado en Derecho en la Universidad de París, la famosa Sorbona. Me respondió que simpatizaba con mi intención y que haría el pedido. Un mes después me hizo conocer que me habían conferido una beca con nivel de profesor y que debía partir a París en octubre de ese año.
Yo viajé primero y luego mi esposa con nuestro pequeño hijo. En Noviembre de ese año, ella se había recibido de abogada.
París, la ciudad de las luces y capital cultural del mundo En París, nos instalamos en un departamento del barrio de Montmartre, muy cerca de la estación del metro Abbesses, desde la cual podíamos ir a cualquier parte de la ciudad.
Debía dirigir mis estudios doctorales en la Facultad de Derecho, situada frente a la plaza del Panthéon, el Profesor y Director del Instituto de Estudios Jurídicos del Trabajo, Gérard Lyon-Caen, a quien me había presentado el gran jurista Joe Nordman. Lyon-Caen me confirió un trato cordial y me dijo que podía abordarlo directamente sin pasar por el trámite obligatorio de las inscripciones para citas en la secretaría del Instituto. Entendí, de inmediato, que esta confianza, rara en París con los recién llegados como lo supe después, debía contrapesarse, por mi parte, con una vocación firme de estudio y un trabajo persistente. Y así fue.
Todos los días, excepto los sábados y domingos, llegaba a la Biblioteca del Instituto a las nueve de la mañana y me instalaba en una mesa rodeada de estantes colmados de libros y revistas de la especialidad de mi doctorado. De allí salía a mis clases y a almorzar en el comedor universitario del Boulevard Saint-Michel, frente al Parque Luxemburgo. Retornaba a nuestro departamento hacia las seis de la tarde.
El curso central de Derecho del Trabajo estuvo a cargo de la excelente profesora Jeanne Thillet, quien nos hacía sentir que podíamos aspirar las nociones de esta asignatura tan naturalmente como el aire límpido.
Hacíamos este doctorado, solo unos veinte alumnos entre los cuales había tres griegos, una uruguaya, un argentino, un venezolano y yo. Los demás eran franceses. Todos ellos llegaron después a elevadas posiciones académicas y profesionales en sus países.
Para el doctorado, denominado de Tercer Ciclo por una ley de 1966, debíamos aprobar el DEA (Diplôme d’Études Approfondies) que requería un año y medio de clases presenciales, el correspondiente examen y una monografía introductoria a la tesis.
Aprobé este ciclo y pasé a la redacción de la tesis que sustenté en junio de 1970, con la más alta nota. En este trabajo, cuyo tema era el Derecho de la Formación Profesional (Droit de la Formation Professionnelle), reuní las categorías integrantes de esta materia entonces en formación para presentarla como una nueva rama del Derecho necesaria para posibilitar el desarrollo económico. Se extendió en 642 páginas y dos tomos. Para su copia a miméografo, como se exigía entonces, la Facultad de Derecho me concedió una ayuda económica e hizo imprimir la tesis en su taller. Luego de la sustentación, se me confirió el grado de Docteur en Sciences Sociales du Travail (Doctor en Ciencias Sociales del Trabajo).
De vuelta en Lima, comenzó otra historia que he relatado en mi libro El capitalismo, una historia en marcha hacia otra etapa (Lima, 2018, Testimonio personal).
DE NUEVO EN EL CAMINO DE LOS DOCTORADOS
Algún tiempo después me informé que en Francia se había dado una nueva Ley sobre los Doctorados para terminar con cierta informalidad en este campo creada por la presión de los antiguos profesores de Derecho que habían insistido en conservar el grado de Docteur d’État (Doctor de Estado) al que consideraban de un nivel superior al Doctorado de especialidad existente. La nueva Ley instituyó el grado de Docteur en Droit (Doctor en Derecho) como único en este campo.
Esta situación me creaba un nuevo desafío al que, sentí, debía enfrentar.
Mis posibilidades de lanzarme a esa lid aparecieron cuando la Universidad de París XII me invitó a dictar el curso Droit du Travail Comparé (Derecho del Trabajo Comparado) en la maestría y el doctorado de su Facultad de Derecho, a partir de Octubre de 1988.
Por lo tanto, cuando estuve en París, me inscribí en la Universidad de París I de la Place du Panthéon, mi vieja conocida, para hacer este nuevo doctorado. Como ya era Docteur en Sciences Sociales du Travail, solo debía concretarme a la presentación de mis trabajos en Francés, entre los cuales había un libro inédito sobre el Derecho del Trabajo Comparado de unas 400 páginas.
La sustentación de una tesis es, en realidad, casi siempre, un trámite formal, porque el trabajo se hace antes, a dedicación exclusiva, y, si es serio, en varios años. En Francia y otros países con gran desarrollo económico y cultural las universidades son normalmente muy exigentes por la necesidad de formar a los profesionales cuya función es construir y sostener ese desarrollo. Por lo tanto, un director de tesis allí no presenta a su pupilo a las horcas caudinas del jurado para la sustentación hasta que la tesis se encuentre consistente y, si quiere hacer de él un académico o investigador sobresaliente, hasta que su trabajo aporte algo original o nuevo. Se observa, sin embargo, que algunos miembros de los jurados, sintiendo que tienen el poder en sus manos y estimando llegado el momento de blandirlo en publico, se convierten en desalmados inquisidores, poniendo en aprietos más al director de la tesis que al graduando, quien se defiende como puede. He visto sustentaciones de tesis en París que se prolongaban tres horas o más, y que recordaban los interminables combates de espadachines en los tiempos de Luis XIII.
La mía, en la Universidad de París I, en Abril de 1992, para optar el grado de Docteur en Droit, se extendió unas dos horas, porque el Presidente del Jurado, a quien habían designado como Director de mi tesis, estaba furioso porque no lo había citado ni una sola vez, y quería destrozarme. Yo había constatado que su aporte a la investigación en el campo del Derecho del Trabajo Comparado era minúsculo y, por lo tanto, no creí que diera el nivel para citarlo.
Lo hice notar con un giro tangencial y elegante, y así resultó que la revolcada fue de él, ante las disimuladas sonrisas de sus colegas, quienes terminaron interrogándolo con la mirada. Los otros dos Miembros del Jurado eran grandes de veras en el campo del Derecho del Trabajo: Gérard Lyon-Caen y Jean-Maurice Verdier y, además, me conocían. Me aprobaron con la nota más alta. En fin, creo que hay otras historias de este jaez.
Este tema continuó, casi como un colofón, con otro episodio que se presentó por aquel tiempo.
En 1984, se había creado una suerte de superdoctorado por la insistencia de los antiguos profesores de Derecho en revivir el Doctorat d’État, cambiándole de nombre, al que denominaron Habilitation à diriger des recherches (Habilitación para dirigir Investigaciones). Para obtenerlo se exigía tener el Doctorado de Especialidad y sustentar una tesis o un conjunto de trabajos de investigación. Era algo contraproducente con la función del Doctorado que debe ser único y coronar la formación universitaria. El Doctorado, o el PhD (Philosophiae Doctor) en los países anglosajones, es nada más que el doctorado.
Por supuesto, no lo pensé dos veces y, como tenía varios trabajos inéditos en Francés, los presenté a la Universidad de París XII. Esta nombró un Jurado de cinco Profesores, de los cuales tres de otras Universidades, ante los cuales hice la sustentación, en Febrero de 1993. Fue una conversación amable, interpolada con agudas preguntas que respondí correctamente, y que dieron lugar a que se me confiriera este nuevo diploma.
Al salir del salón donde tuvo lugar ese examen me dije ¿y si se les ocurriera inventar otro doctorado?
En Junio de 1994 concluyó mi paso como Profesor de la Universidad París XII.
En la habitación de mi casa, donde sigo trabajando con mi computadora y los libros que me rodean, adquiridos sobre todo en París, mi Título Profesional y los Diplomas de mis Doctorados cuelgan en las paredes, se diría, observándome, como para recordarme amablemente que debo leer, leer y leer, escribir, escribir y escribir, y corregir, corregir y corregir.


