
POR FABIÁN ARIEL GEMELOTTI
Siempre se habla del olor del cuerpo. Todos decimos «hay olor a chivo», ese olor que se junta en el sobaco transpirado y peludo. Por eso usamos desodorantes, Anti y perfumes; no queremos oler a «muerto podrido».
En 1774 Henry Home publica una historia de los negros y dice que los «negros son olorosos». Estamos en el Siglo XVIII y todavía no había grandes cuestionamientos a la discriminación y al racismo. Y en el Siglo XIX J. W. Johnson dice que el olor del negro es espantoso. Los antropólogos «confirman» (como norma del Siglo) esta regla, naciendo la Antropología como ciencia de estudio de culturas «primitivas y sin cultura», porque desde la Antropología se establece los parámetros para la colonización de los paises pobres.
Zonas marginales con basurales y falta de agua potable y mala alimentación da un olor característico en las personas; olor que es suave como el perfume de la desintegración social.
El olor se percibe, todos olemos. Todos tenemos olor. Las tribus africanas sentían un olor raro del europeo, porque el europeo no estaba acostumbrado a bañarse y usaba ropa gruesa que en verano se pegaba a la piel. El indio se bañaba y era muy higiénico.
Los colonizadores de América eran olorosos y sudorosos. El olor a chivo era espantoso. Lo aztecas no podían acercarse porque el olor los asustaba. Ese olor espantoso los hizo ser como dioses de un olimpo de olor a mierda.
El olor «dignifica’ solía decir un psicólogo allá por los años sesenta, época donde no bañarse era sinónimo de rebeldía. Hijos de la clase media sudorosos y rebeldes en un mundo de olores corporales.
El olor a chivo y a cabello engrasado es el perfume de los sentidos.
Me tomo un café con leche en el bar de los olores corporales.
