PRESENTAMOS ESTE TEXTO PUBLICADO EN EL MES DE JULIO DEL AÑO 2014 POR EL DOCTOR EN DERECHO JORGE RENDON VAZQUEZ

Al Derecho del Trabajo se le ha definido como el conjunto de normas rectoras del trabajo bajo dependencia y remunerado de una persona para otra por un contrato. Este trabajo configura la relación característica de la economía capitalista, en la cual las personas carentes de capital —que son la mayor parte de las que pueden realizar una actividad económica— tienen necesariamente que entregar su fuerza de trabajo a una persona privada o pública por un ingreso económico que les permita su subsistencia y la de las personas a su cargo. El Derecho del Trabajo es, en suma, la rama del derecho —o de la superestructura jurídica de la sociedad— aplicable a todas las personas que trabajan para otro: obreros, empleados, trabajadores del hogar, funcionarios y empleados estatales.
La Ciencia del Derecho del Trabajo trata de esas normas, de su razón de ser y de su aplicación.
El Derecho del Trabajo se ha generalizado en el mundo. Todos los países con economía capitalista lo tienen, con mayor o menor extensión según el número de personas comprendidas y los derechos y las obligaciones que les reconoce.
Su expansión dimana de la evolución de la base real, o estructura económica, de la sociedad capitalista y de sus superestructuras política, ideológica y jurídica.
Conforman la base real: la clase capitalista, propietaria de los medios de producción; y las clases trabajadoras, que suministran su fuerza de trabajo. Ambos grupos están unidos y, al mismo tiempo, enfrentados. Están unidos, porque sin medios de producción no sería posible producir los bienes materiales y servicios; y porque sin el concurso de la fuerza de trabajo los medios de producción no podrían funcionar ni las mercancías llegar a los consumidores y usuarios. Están enfrentados, porque los capitalistas ganan a expensas de la labor y el esfuerzo de los trabajadores, y sus ganancias aumentan con la prolongación del tiempo y la mayor intensidad del trabajo y la reducción de las remuneraciones y otros derechos sociales; y porque los trabajadores resisten la explotación y, en el límite, aspiran a abolirla.
La evolución de las relaciones laborales, así establecidas, es una marcha lenta, y con retrocesos, hacia una situación menos penosa de los trabajadores y con un poder adquisitivo mayor, impulsada por ellos y asegurada por un conjunto de derechos que son, correlativamente, obligaciones de los capitalistas. Ninguno de estos derechos ha surgido por generación espontánea.
En esta marcha se suceden las siguientes etapas:
1ª.- Desde la formación de la economía capitalista hasta la Primera Guerra Mundial;
2ª.- Desde el fin de la Primera Guerra Mundial hasta la Segunda Guerra Mundial;
3ª.- Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta el fin de la década del setenta; y
4ª.- Desde la década del ochenta hasta ahora.
La transición de una etapa a otra sobreviene dialécticamente, por la acumulación de cambios cuantitativos en las relaciones entre capitalistas y trabajadores que toman la forma de nuevas normas jurídicas. Estos cambios dan lugar, en ciertos momentos, a cambios cualitativos más importantes dentro de la misma estructura capitalista que se manifiestan por otras normas jurídicas de mayor alcance y efectos más importantes.
PRIMERA ETAPA: DESDE LA FORMACION DE LA ECONOMIA CAPITALISTA HASTA LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL
El gran desarrollo del mercantilismo y de la manufactura, originarios del capitalismo como forma generalizada de la producción y del comercio, fueron la consecuencia de los descubrimientos geográficos que comenzaron el siglo XV y promovieron la ampliación del consumo personal y productivo, y el crecimiento del mercado. Los talleres artesanales, que dominaban la producción de bienes materiales desde comienzos de la Edad Media, se hicieron cada vez más inaptos e insuficientes para atender la creciente demanda. Los comerciantes resolvieron este problema apelando a la producción en serie de mercancías en talleres manufactureros en los que congregaron a trabajadores libres para realizar el trabajo con herramientas semejantes a las usadas en los talleres artesanales. La libertad personal de estos trabajadores, indispensable para contratar con ellos, derivaba del hecho de ser ajenos a la dependencia feudal: eran artesanos sin trabajo, hijos de pequeños propietarios agrarios y urbanos y siervos evadidos de los feudos. Su contratación masiva marcó el comienzo del trabajo asalariado bajo la forma de los contratos de locación de obra y locación de servicios del Derecho Romano y embebidos aún con las trazas de la dependencia personal, subsistente en los talleres artesanales, cuyos maestros podían castigar físicamente a sus operarios y aprendices.
La Revolución Industrial de Inglaterra, en la segunda mitad del siglo XVIII, concentró la producción en fábricas y nuevos talleres, generalizando la invención y el uso de máquinas. Las máquinas, los ferrocarriles y los barcos de hierro requirieron cantidades crecientes de trabajadores asalariados, que salían de la ciudad y del campo y se hacinaban en barriadas superpobladas y miserables. Los trabajadores siguieron siendo incorporados a las empresas aplicándoles los contratos de locación de obra y locación de servicios, y las leyes de la oferta y la demanda, que eran para el capitalismo liberal absolutas. Como el número de trabajadores disponibles excedía al de los puestos de trabajo ofrecidos, los capitalistas les imponían sus condiciones: jornadas de trabajo y esfuerzos extenuantes (catorce y más horas al día sin descanso semanal ni en días feriados), y salarios cada vez más reducidos. Para la teoría económica liberal, los salarios se regían por la “ley del bronce”, una derivación de las leyes de la oferta y la demanda, según la cual cuando descendían a niveles inferiores a los gastos de subsistencia de los obreros, la mortalidad y la morbilidad de éstos disminuían la oferta de mano de obra, y los salarios volvían a subir. La esperanza de vida de los obreros era en promedio de treinta y cinco años. Esta explotación desenfrenada incrementaba las ganancias, las que devueltas a la producción hacían crecer y reproducir las fábricas, los talleres, los transportes, los comercios, la banca y otras formas de la actividad económica a un ritmo acelerado.
Desde fines del siglo XVIII, los trabajadores de numerosos establecimientos comenzaron a organizarse para defenderse. Eran, en su mayor parte, obreros ocupados en el manejo de los medios de producción, a los que se identificó en conjunto como la clase obrera o el proletariado. Pero el derecho de asociación, del que los capitalistas disfrutaban, les fue negado por la Ley Le Chapelier, aprobada en 1791 por los revolucionarios franceses e imitada en los demás países europeos. La lucha de los obreros con mayor conciencia social persistió, sin embargo, pese a la persecución policiaca y judicial.
La publicación del Manifiesto Comunista de Carlos Marx y Federico Engels, en febrero de 1848, proporcionó a los obreros un nuevo derrotero. La lucha de clases es inmanente a la sociedad —se afirmó en ese documento— y es de doble sentido. La promueven los capitalistas, explotando y reprimiendo a los trabajadores, quienes, por su parte, tienen que luchar para defenderse. Para la clase obrera la posibilidad de liberarse de su explotación debe conllevar, en definitiva, la expropiación de los medios de producción detentados por la clase capitalista, y asumir el control del Estado por una revolución.
El Manifiesto Comunista se difundió entre los intelectuales que criticaban a la sociedad capitalista y entre los dirigentes más ilustrados de los obreros en los países europeos. Desde entonces, el marxismo ha sido un eje ideológico permanente en la conquista de los derechos laborales, y la acción de sus simpatizantes agrupados ha operado como una constante social de convocatoria, organización de movilizaciones, planteamientos de reivindicaciones y dirección. En el siglo XX, la existencia de Estados con economía socialista ha suscitado una influencia indirecta en relación a la adquisición de esos derechos.
La respuesta de la burguesía a la acción ideológica y organizativa de los comunistas fue una persecución más intensa.
La Revolución de 1848 en Francia, en la que el concurso de la clase obrera fue determinante para su triunfo, llevó a un grupo de sus representantes a compartir la dirección del Estado por unos meses. El golpe de Napoleón III en 1951 devolvió totalmente el control del Estado al capitalismo.
Durante las décadas del treinta y del cuarenta del siglo XIX, se propagó entre la clase obrera de Inglaterra una tendencia que preconizaba solicitar al Parlamento leyes de protección por cartas firmadas por decenas de miles de personas. A este movimiento se le llamó el Cartismo. No alcanzó sus fines y, al contrario, sus dirigentes fueron perseguidos y encarcelados. Subsistió, no obstante, como predisposición de los trabajadores ingleses a confiar en la ampliación del marco legal para obtener la mejora de su condición social.
La explotación de los trabajadores prosiguió con similar intensidad, acompañada de la persecución de sus dirigentes para obligarlos a deponer sus reivindicaciones.
Mientras tanto, el marxismo extendía su influencia en Europa. En setiembre de 1864, a instancias de Carlos Marx, se creó en Londres la Asociación Internacional de Trabajadores, denominada Primera Internacional, con la finalidad de promover la comunicación y cooperación entre los obreros de los diferentes países para la completa liberación de la clase obrera de la explotación capitalista. Constituyó un centro de debate y esclarecimiento sobre la acción de la clase obrera, y un medio de formación de los dirigentes políticos y sindicales de los trabajadores.
Entre marzo y mayo de 1871, los obreros de París se insurreccionaron, protestando contra la derrota de Francia por Alemania en la batalla de Sedán, y organizaron la Comuna, que fue el primer gobierno socialista del mundo. Los ejércitos de Alemania y Francia concertados los abatieron. Unos cincuenta mil obreros e intelectuales fueron fusilados y encarcelados. Muchos fugaron a América Latina donde sembraron las primeras semillas de sindicalismo y socialismo que germinaron, en particular, en Argentina, Brasil y Uruguay.
En mayo de 1875 se formó en Alemania el Partido Socialdemócrata Obrero Alemán, sobre la base de la Federación General de Obreros Alemanes, animada por Ferdinand Lassalle, y del Partido Socialdemócrata Obrero, dirigido por August Bebel y Karl Liebknecht. Fue el modelo de los partidos socialdemócratas de los demás países europeos que comenzaron a organizarse en seguida. La ideología de la mayor parte de sus dirigentes y afiliados era el marxismo. En las elecciones de 1877, el Partido Socialdemócrata Obrero Alemán obtuvo 500,000 votos y setenta y siete representantes al Parlamento. Alarmados, la burguesía y el gobierno del Canciller Bismarck hicieron aprobar las leyes del desafuero y la persecución de los socialdemócratas, en 1879.
Gracias a la acción de la Primera Internacional, en la década del setenta se generalizó la lucha por la jornada de ocho horas de trabajo, en la cual participaron denodadamente los intelectuales y trabajadores de ideología anarquista. En Estados Unidos la represión de los dirigentes anarquistas que la reclamaban fue atroz. En 1886, un tribunal de justicia condenó a la horca sin pruebas a cinco de ellos, acusándolos de arrojar una bomba contra la policía en la manifestación obrera del 4 de mayo de 1884 en la plaza Haymarket de Chicago. El juicio fue una farsa, y un jurado tuvo que absolver, en 1893, a los condenados por esa acusación. Uno de ellos se había dado muerte antes de la ejecución. La Primera Internacional acordó declarar el 1 de mayo de cada año día de los trabajadores, en recuerdo de esas jornadas reivindicativas y de los dirigentes inmolados.
El capitalismo seguía extendiéndose en el mundo. África fue totalmente colonizada por Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Holanda, España y Portugal, y Asia y Oceanía por Gran Bretaña y Holanda. Las redes ferroviarias y flotas de barcos permitían la extracción de materias primas, la distribución y venta de las mercancías en los países colonizados y la dominación de éstos. En América Latina, de una economía casi totalmente feudal, surgía también el capitalismo al impulso de las inversiones de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, y, con este sistema aparecía la clase obrera, tan explotada como en los países colonizados.
Hacia fines del siglo XIX, para los dirigentes socialdemócratas y la mayoría de la clase obrera europea la única alternativa para acabar con la explotación capitalista era la toma del poder del Estado, si bien con profundas diferencias. Para una parte de ellos se debía llegar a la dirección del Estado por elecciones (Bernstein, Kautsky), y, para otra, el camino era la revolución armada (Lenin, cuyo partido se denominó Bolchevique).
Por entonces, las acciones de la mayor parte de obreros, como huelgas y demostraciones callejeras, sacudían intensamente a la sociedad de cada país. Los dirigentes más activos y consecuentes de los trabajadores eran anarquistas y socialdemócratas. Aunque unos y otros tenían como objetivo fundamental la transformación de la sociedad capitalista, su lucha inmediata se dirigía a obtener derechos sociales para la clase obrera, arrancándolos a los Estados como normas obligatorias y a los capitalistas por la vía de la convención colectiva, respaldada por la huelga. Esta actitud ha sido otra constante en las acciones de los trabajadores para el mejoramiento de su condición social.
La réplica de los capitalistas se manifestó de dos modos: por un lado, recurriendo a la persecución policial y judicial, al encarcelamiento, la tortura y la eliminación física de los dirigentes políticos y sindicales de los trabajadores; y, por otro, como una campaña de corrupción de los trabajadores moralmente débiles, sin conciencia de clase, atemorizados o simpatizantes de los partidos de centro y de derecha, destinada a quebrantar la unidad sindical, traicionar a sus compañeros o renunciar a la organización sindical con la amenaza del despido o a cambio de ciertos beneficios personales.
En 1891, el papa León XIII, intensamente preocupado por el avance de los socialdemócratas en la simpatía de la mayor parte de trabajadores de Europa y América, expidió su encíclica Rerum Novarum en la cual condenó de la manera más acre el propósito de los socialistas de abolir la propiedad privada, y llamando a la reflexión a los capitalistas y a los gobiernos para considerar la gravedad de la situación, se pronunció por conceder algunos derechos a los obreros, a los que, sin embargo, trataba como siervos de los patrones. Esta declaración sensibilizó a algunos intelectuales católicos quienes abogaron desde entonces por un trato menos duro a los trabajadores, con la esperanza de apartarlos de sus simpatías socialistas.
Hasta ese momento, los derechos sociales obtenidos eran muy pocos.
En 1864 se había dado, en Francia, una ley permitiendo las coaliciones obreras temporales para tratar con los empresarios las condiciones del trabajo. En Alemania, por decisión del gobierno del Canciller Bismarck, el parlamento había aprobado las leyes del seguro social de salud, accidentes de trabajo y pensiones, entre 1883 y 1889, copiándolas del programa del Partido Obrero Social Demócrata y para restarle adhesión popular a éste. En Francia, con un régimen republicano, se había expedido una ley en 1884, derogando la Ley Le Chapelier de 1791, y admitiendo la organización sindical permanente y, en consecuencia, su intervención en las negociaciones y convenciones colectivas; en 1898, se dio la ley del seguro de accidentes de trabajo, financiado por los empleadores y contratado con empresas de seguros. Con ambas leyes, la burguesía francesa se proponía disminuir la protesta social que renacía después de las horrendas represalias contra los organizadores de la Comuna. La jornada de ocho horas sólo tenía vigencia en unos pocos países. Algunas de estas disposiciones se reproducían difícilmente en los demás países más industrializados y siempre por la presión obrera.
A fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, la doctrina de inspiración socialdemócrata generalizó la noción del contrato de trabajo (al que se había referido Carlos Marx en El Capital), diferenciándola de los contratos de locación de obra y locación de servicios por la presencia de los aún incipientes derechos laborales (Luigi Tartufari, 1893; Ludovico Barassi, 1901; Philip Lotmar, 1902). La Ley belga de 1900 empleó la expresión contrato de trabajo para referirse al trabajo de los obreros. A su vez, la doctrina francesa señaló como rasgo tipificante del contrato de trabajo la dependencia jurídica (Henry Capitant y Paul Cuché, 1911) que implicaba para los empresarios el ejercicio de los poderes de dirección y sanción de los trabajadores, y limitaba al salario la participación de éstos en el resultado de la actividad económica.
Las nuevas reglas jurídicas aplicables a la relación de trabajo, generalizada como contrato de trabajo, no alcanzaban, sin embargo, en esos momentos a ser independizadas del Derecho Civil. El Código Civil alemán de 1901, de mucha influencia, incluía este contrato. No se aludía aún al Derecho del Trabajo, aunque era ya evidente que se estaba constituyendo una nueva rama del derecho cuyo objeto eran las relaciones laborales y cuyas normas limitaban la oferta y la demanda libres en el mercado de fuerza de trabajo. En otros términos, la contratación de los trabajadores sólo podía ser legal sujetándose a esas reglas restrictivas de la voluntad de los empresarios, lo que suponía la intervención del Estado para darlas y controlar su aplicación o el ejercicio de una naciente función protectora de los trabajadores.
A raíz de la campaña contra la explotación de los niños en el trabajo, promovida hacia mediados del siglo XIX, se habían creado algunas oficinas estatales para inspeccionar las empresas y verificar si las disposiciones protectoras de los niños se cumplían. Hacia fines de ese siglo, en la mayor parte de países europeos existían dependencias gubernamentales, por lo general en los ministerios del Interior, encargadas de las relaciones laborales, aunque más controlar las huelgas y a sus promotores. A comienzos del siglo XX empezaron a crearse los ministerios de Trabajo en varios países europeos (Francia, Alemania, España) con la función de hacer cumplir las normas laborales. En Alemania había aparecido una jurisdicción laboral y un tribunal para arbitrar en las negociaciones colectivas que no concluían por convenciones. Siguió la instauración de una justicia especializada del trabajo. En otros países se fueron estableciendo también oficinas estatales encargadas de las relaciones laborales.
En 1906, los representantes de las organizaciones sindicales y políticas socialdemócratas aprobaron en la ciudad de Amiens (Francia) una carta, definiendo a la organización sindical como un cuerpo unitario de diversas tendencias con finalidad reivindicativa, y separándola de los partidos políticos de composición obrera. No adhirieron a este acuerdo las organizaciones sindicales de Gran Bretaña, que luego se constituyeron en bases del Partido Laborista.
El estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914 profundizó las diferencias entre los grupos socialdemócratas o socialistas: los que preconizaban el cambio gradual y por elecciones de la sociedad apoyaron la guerra en sus países; los partidarios de la revolución se opusieron a ella.
Un suceso de gran trascendencia en la marcha hacia la conquista de los derechos sociales fue la Constitución Mexicana, aprobada en la ciudad de Querétaro el 31 de enero de 1917, como cima legal de los ideales por los cuales las mayorías sociales lucharon en la Revolución que había comenzado en 1910. Su extenso artículo XXIII sobre el Trabajo y la Previsión Social reconoce los Derechos Laborales más importantes que los trabajadores pugnaban aún por alcanzar en México y otros países. Declara que todo contrato de trabajo de obreros, jornaleros, empleados, domésticos y artesanos se regirá, entre otras, por las siguientes reglas: la jornada máxima de ocho horas; el trabajo limitado para las mujeres y los menores; el salario mínimo; la igualdad del salario por igual trabajo; la estabilidad real en el trabajo, la sindicalización, la negociación colectiva y la huelga, la protección contra accidentes de trabajo y enfermedades profesionales. Este artículo constituyó una experiencia solitaria en el mundo, y sus prescripciones más importantes fueron burladas por la burguesía mexicana afirmada en el poder político, pero estaba llamado a convertirse en un faro que iluminaría la incierta marcha del Derecho del Trabajo en el mundo.
SEGUNDA ETAPA: DESDE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL HASTA LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
El 25 de octubre de 1917 (según el calendario juliano y 7 de noviembre, según el gregoriano, adoptado en Occidente), el Partido Bolchevique tomó el poder político en Rusia, cuando este país se hallaba aún en guerra con Alemania, e instituyó un régimen socialista cuyas medidas iniciales fueron la expropiación de los medios de producción de los capitalistas y una reforma agraria que entregó la tierra a los campesinos. Firmó, en seguida, la paz con Alemania, por el Tratado de Brest-Litovks de marzo de 1918, pese a las desfavorables condiciones para Rusia impuestas por la delegación alemana. Otra medida importante fue la implantación de la jornada de ocho horas. La organización del Ejército Rojo, encargada a León Trotsky, le permitió al nuevo régimen batir a los ejércitos de rusos blancos y asegurar la dirección del Estado por el Partido Comunista, denominación adoptada por el Partido Bolchevique. En los demás países europeos, los partidarios de la revolución obrera se organizaron también en partidos comunistas.
Como un reflejo de la revolución rusa, el 3 noviembre de 1918, los marineros del puerto de Kiel, de Alemania, se rebelaron y constituyeron un Consejo de Marineros. Siguió una huelga general en Berlín y otras ciudades el 8 de noviembre que se transformó en una revolución, cuyas consecuencias inmediatas fueron: la suscripción de un armisticio con los aliados, el 11 de noviembre de 1918, con el cual terminó la guerra en el frente occidental; la abdicación del kaiser Guillermo II; la proclamación de la República; y la constitución del Consejo de Delegados del Pueblo, que asumió los poderes Legislativo y Ejecutivo. En este Consejo se enfrentaron los socialdemócratas, que querían un entendimiento con la burguesía, y los comunistas o espartaquistas y otros grupos, que aspiraban al establecimiento de un gobierno socialista semejante al de Rusia. Se impusieron los socialdemócratas luego de una insurrección promovida por los segundos, y debelada por la alta oficialidad militar a pedido de aquéllos, seguida del asesinato en la cárcel de los dirigentes comunistas Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Los socialdemócratas propusieron, en seguida, a los dirigentes de los partidos políticos de la burguesía un acuerdo o pacto por el cual mientras ellos se comprometían a continuar reconociendo la propiedad de los medios de producción por los capitalistas y a renunciar a la revolución, éstos debían comprometerse a admitir ciertos derechos sociales de los trabajadores. Para una parte de la burguesía éste fue un pacto necesario, frente a la alternativa de una expropiación como la que se llevaba a cabo en Rusia, cuya revolución influía como un catalizador político en la mayoría de trabajadores europeos. El acuerdo se formalizó inicialmente como un convenio entre el presidente de las organizaciones sindicales, Fernand Legien, dirigente socialdemócrata, y el presidente de las organizaciones empresariales, Lucien Stinnes, y, luego, en la Asamblea Constituyente, votando conjuntamente a favor de los artículos de la Constitución de Weimar y aprobándola integralmente en agosto de 1919.
Alemania era ya por entonces el país más industrializado de Europa y su influencia en la política mundial continuó siendo importante, pese a su derrota en la guerra y al Tratado de Paz de Versalles de 1919 que le impuso el pago de una pesada suma por indemnizaciones.
Una repercusión inmediata de lo que se llamó “el espíritu de Weimar” fue la creación de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), por el capítulo XIII del Tratado de Paz de Versalles, con la finalidad de servir como un gran foro mundial en el cual los representantes del los gobiernos (50% de los votos), de las organizaciones de empleadores (25% de los votos) y de las organizaciones de trabajadores (25% de los votos) pudieran aprobar convenios y recomendaciones sobre determinados derechos laborales. Los convenios podrían ser ratificados y, en tal caso, se incorporarían al derecho interno de los Estados. Las recomendaciones serían pautas de aplicación de los convenios o guías cuando se juzgase que no debían ser elevados aún al rango de convenios. Protagonizaron la redacción y la aprobación de las normas relativas a la OIT, los delegados de los Estados ex beligerantes, con la participación de los representantes de las organizaciones sindicales socialdemócratas.
Pese a que los países miembros de la OIT fueron inicialmente muy pocos (unos 30) sus acuerdos revistieron cierta importancia. El primer convenio aprobado por su Conferencia, celebrada en Washington en octubre de 1919, declaró que la duración del trabajo del personal no podrá exceder de ocho horas por día ni de cuarenta y ocho por semana, lo que determinó a los Estados que lo ratificaron a implantarla.
Pasados esos momentos de conciliación, la burguesía se reafirmó en el dominio del Estado en los países europeos distintos de la Unión Soviética, la influencia de la OIT languideció y, correlativamente, volvió a hacerse muy difícil el surgimiento de nuevos derechos laborales. Como réplica a esta situación, la lucha de los obreros, dirigidos principalmente por los partidos comunistas, mantuvo su intensidad.
En América Latina, los movimientos de protesta social y de reclamación de derechos sociales se expandieron por efecto de la difusión de la ideología marxista y de la formación de partidos comunistas y socialistas, cuya actividad se materializaba en la promoción del sindicalismo y en la lucha reivindicativa. Las oligarquías y los gobiernos respondieron persiguiendo brutalmente a los dirigentes sindicales y políticos de los trabajadores, a pesar de lo cual la legislación laboral prosiguió expandiéndose en pequeñas dosis para reducir la presión social.
Una característica general de los nuevos derechos sociales es haber sido expedidos por los poderes Legislativo y Ejecutivo, en cuya composición predominaban dirigentes políticos vinculados con grandes empresarios o directamente a su servicio. Muy pocas veces, esas normas fueron aprobadas por parlamentos o gobiernos de partidos de la pequeña burguesía, y casi nunca los trabajadores intervinieron en su elaboración; no tenían representación parlamentaria o la suya era ínfima. Los proyectos de normas salían de gabinetes jurídicos asesores de empresarios o de las oficinas del Estado a cargo de las relaciones laborales que en singulares ocasiones históricas dirigían intelectuales de izquierda comprometidos en la defensa de los trabajadores. (Tal fue el caso de Frances Perkins, Secretaria del Trabajo durante los tres períodos del Presidente Franklin D. Roosevelt, desde 1933 hasta 1945, impulsora de la Ley Nacional de Relaciones Laborales y de la Ley de Seguridad Social de Estados Unidos.) Las organizaciones sindicales, con sus reclamaciones, huelgas, manifestaciones callejeras y, en algunos casos y países, repeliendo las agresiones de los esquiroles contratados por los empresarios, actuaban como una fuerza de contención y de agitación social, cuyos efectos y propagación los empresarios temían, pese a disponer de la policía y la justicia. Las nuevas normas laborales resultaban ser así armisticios obligados y, en ciertos casos, transacciones para calmar el descontento social y encaminarlo hacia el reflujo.
En la década del veinte, comenzó a generalizarse, en la doctrina y la normativa alemana e italiana, la expresión “legislación laboral” y, en seguida, la expresión “Derecho del Trabajo” (en Alemania: Arbeitsrechets; en Italia Diritto del Lavoro) que fue reproducida en España en la década siguiente y después en América Latina, al mismo tiempo que se señalaba los rasgos por los cuales esta nueva rama del derecho debía gozar de autonomía con respecto al Derecho Civil.
El pacto social formalizado con la Constitución de Weimar no llegó a afirmarse en Alemania. Los grupos capitalistas más poderosos lo rechazaron y, desde comienzos de la década del veinte, se volcaron a apoyar con ingentes recursos económicos a un incipiente grupo político que combatía el Tratado de Versalles y se declaraba enemigo de comunistas y judíos, denominado Partido Nacional Socialista Obrero Alemán, o nazi, dirigido por Adolfo Hitler, un pintor de tercera categoría experto en una oratoria explosiva. Este grupo, conformado por batallones uniformados como militares, a los que se denominó “camisas pardas” (a semejanza de los “camisas negras” de Mussolini con los cuales éste tomó el poder en Italia en octubre de 1922), creció con la incorporación de numerosos adherentes de la clase media y desempleados y con el financiamiento casi inagotable de los grupos y familias capitalistas más recalcitrantes de Europa y América que deseaban parar la acción reivindicativa y política de los trabajadores y destruir a la Unión Soviética. Gracias a ese apoyo, el nazismo se convirtió en la tercera fuerza electoral de Alemania a fines de la década del veinte. A comienzos de 1933, el Presidente de la República, Mariscal Hindemburg, llamó a Hitler a formar gobierno, a raíz de una crisis política. De inmediato, éste se proclamó dictador, ilegalizó a los partidos socialdemócrata y comunista y se hizo plebiscitar en noviembre de ese año, obteniendo el 92% de la votación. En seguida, persiguió a los comunistas y socialdemócratas, rearmó a Alemania hasta convertirla en una potencia capaz de poner a doce millones de personas sobre las armas y emprendió una campaña de exterminación de los judíos. Siguieron la anexión de Austria y los Sudetes a Alemania y la Segunda Guerra Mundial en 1939.
Bajo el gobierno nazi, las organizaciones sindicales fueron abolidas. Se les reemplazó por el Frente Nacional de Trabajo, cuyas secciones en cada centro de trabajo debían estar conformadas obligatoriamente por los trabajadores y los funcionarios bajo la presidencia del empresario. Fue éste el corporativismo nazi. Muy pocos derechos sociales de los trabajadores alemanes subsistieron, se generalizó el trabajo obligatorio y, en los países ocupados, el trabajo esclavizado, acompañado del asesinato sistemático de millones de seres humanos. Se les aplicaba la teoría de la relación de trabajo por la cual basta la incorporación a la empresa para el sometimiento de los trabajadores a las reglas laborales previstas para ellos. El propio jefe de Organización del partido nazi y jefe del Frente Nacional de Trabajo, equivalente al Ministerio de Trabajo, Robert Ley, dirigía estas operaciones. Aunque esa teoría obnubiló a algunos teóricos del Derecho del Trabajo en América Latina (sobre todo a Mario de la Cueva, quien la hizo incluir en la Ley Federal del Trabajo mexicana), quedó definitivamente descalificada por las atrocidades que justificó durante la dominación del nazismo en Europa.
TERCERA ETAPA: DESDE EL FIN DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL HASTA LA DECADA DE 1970
La derrota del eje formado por Alemania, Italia y Japón desencadenó una eclosión de movimientos populares en todo el mundo, la implantación de gobiernos socialistas en los países del Este europeo ocupados por el ejército de la Unión Soviética, y en China y Corea del Norte, y una descolonización general en África, Asia y Oceanía.
En los países con economía capitalista de Europa, en particular Francia e Italia, se abrió paso en las mayorías sociales la conveniencia de llegar a un nuevo pacto o contrato social por el cual, si bien se admitiría la subsistencia de la economía capitalista, se le reformaría por un significativo conjunto de derechos laborales individuales y colectivos, de seguridad social y otros de carácter social, y por la organización de la sociedad como una democracia representativa basada en la igualdad ante la ley. Era el relanzamiento del “espíritu de Weimar”, favorecido esta vez por la aceptación de los partidos comunistas y su renuncia a intentar la toma del poder político por una revolución. Este pacto social fue formalizado como las constituciones políticas de esos Estados. Lo imitaron otros, incluida la República Federal de Alemania, ocupada por Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. En adelante, la mayor parte de países con economía capitalista se sujetaron a este modelo de organización económica, social y política, que implicaba una decisiva intervención del Estado para asegurar las conquistas sociales, denominado Estado de Bienestar o economía social de mercado.
Correlativamente, en la asamblea de las Naciones Unidas, creada a iniciativa de Franklin Delano Roosevelt en la Conferencia de los Tres Grandes de Yalta (febrero de 1945), se aprobó la Declaración de los Derechos Humanos, el 10 de diciembre de 1948, en París, en la que se consagran los derechos mínimos de todo ser humano y, entre ellos, los derechos sociales.
Este espíritu de armonía y consenso se reprodujo en la Conferencia de la OIT, dando lugar a la aprobación de dos convenios muy importantes: el 87 sobre libertad sindical, de junio de 1948; y el 98 sobre las garantías de la libertad sindical y la negociación colectiva, de junio de 1949. Fueron sus mayores logros. A partir de entonces, las reuniones anuales de la Conferencia de la OIT, de la que son parte casi todos los países del mundo, operan como un foro mundial de debate de nuevos convenios y recomendaciones, cuya importancia y alcances como fuentes del derecho son, no obstante, de un nivel muy reducido por la distribución de los votos: Estados, 50%; empleadores, 25%; y trabajadores 25%, que tornan muy difícil la aprobación de nuevos derechos si los empleadores, que cuentan con los votos de numerosos Estados gobernados por elites políticas capitalistas, se oponen. Los nuevos convenios de la OIT revisten cierta importancia para los países en vías de desarrollo, mas no para los desarrollados, cuya legislación social esta por encima de esos acuerdos. Sin embargo, la OIT no deja de jugar el papel de un gran escenario, publicitado por su propia propaganda, en el cual los delegados de las organizaciones sindicales, en particular de los países en vías de desarrollo, pueden interponer sus denuncias y quejas, incluso a sabiendas de que las decisiones de los órganos de la OIT, férreamente controlados por los representantes y simpatizantes de los empresarios, tienen sólo el carácter de recomendaciones no obligatorias.
Luego de la Segunda Guerra Mundial, la reconstrucción de Europa y Asia, devastadas por la guerra, la seguridad de la paz social alcanzada por el nuevo pacto social, las nuevas invenciones de medios de producción y de consumo, el crecimiento de la producción y la productividad y el aumento del poder adquisitivo de los trabajadores, gracias a sus derechos sociales, retroalimentaron el mercado y lo expandieron.
En algunos países, las más importantes realizaciones legislativas en esta etapa se debieron a la iniciativa de dirigentes marxistas que llegaron al poder político o fueron llamados a cooperar con él. (Fue ejemplar en este sentido la gestión del dirigente metalúrgico comunista Ambroise Croizat, ministro de Trabajo de Francia de 1945 a 1947, debido al consenso de los partidos y movimientos políticos que habían luchado en la Resistencia. Fue autor de las leyes sobre seguridad social, los comités de empresa, los delegados del personal, las convenciones colectivas, el régimen de prestaciones familiares y el sistema de formación profesional. En la reforma del sistema educativo de Francia, por esos años, participaron los dirigentes comunistas Paul Langevin y Henry Wallon. Otro caso notable fue el del profesor de Derecho del Trabajo de la Universidad La Sapienza de Roma, el socialista Gino Giugni, quien redactó y tramitó el artículo 18 del Estatuto de los Trabajadores de Italia, de junio de 1970, en el que se reconoce la estabilidad en el trabajo y otros derechos sociales. En el Perú, el Autor de este artículo tuvo a su cargo la elaboración de la legislación de trabajo y de seguridad social entre 1970 y 1975, aprobada por el gobierno revolucionario del general Juan Velasco Alvarado, por la cual se confirió a los trabajadores derechos muy importantes, comenzando por la estabilidad en el trabajo, que les significaron una mejora de su situación económica y social.)
En los países más desarrollados económicamente, todos los agentes de la producción aumentaron sus ingresos, aunque, comparativamente, más los trabajadores, cuyas condiciones de vida mejoraban por su acceso a bienes materiales de consumo y servicios colectivos e individuales que se convirtieron en una manera normal de vivir. Los ingresos de los trabajadores en los treinta años siguientes en los países más desarrollados llegaron a situarse entre el 70% y el 80% del ingreso nacional. Como se dijo en Francia, fueron “los treinta gloriosos años”, durante los cuales las crisis capitalistas apenas se asomaron.
La clase obrera, ocupada en el manejo inmediato de los medios de producción que en el siglo XIX parecía crecer ilimitadamente con el desarrollo del capitalismo, se fue reduciendo frente a otros grupos de trabajadores cuyo número crecía con las actividades terciarias y el aumento de la actividad estatal. Se hizo más propio, entonces, aludir a las clases trabajadoras para referirse a los grupos de personas que entregan su fuerza de trabajo por un contrato a cualquier empleador privado o a una entidad del Estado.
El progreso material y social se extendió a los países de la periferia, aunque con menores alcances. Las clases trabajadoras, organizadas sindicalmente en diversa medida, se empeñaron en reclamaciones y luchas que decidieron a los poderes Legislativo y Ejecutivo a reconocerles nuevos derechos sociales. Mejoraron de condición, si bien con niveles de ingresos considerablemente inferiores al de los trabajadores de los países desarrollados.
En América Latina y en otros países en vías de desarrollo económico se generalizaron los ministerios de Trabajo, algunos de los cuales fueron creados hacia fines del período anterior .
La doctrina laboralista, o juslaboralista como algunos la llamaron, expandió su campo de acción. De la defensa o la negación de los derechos sociales, los abogados empresariales y de trabajadores, respectivamente, se trasladaron a las cátedras universitarias de Derecho del Trabajo, instituidas a causa de la indiscutible autonomía de esta rama del derecho frente al Derecho Civil, cuyo predominio había sido inatacable hasta entonces. Al mismo tiempo que en las universidades se difundía la enseñanza del Derecho del Trabajo, proliferaba la publicación de tratados, manuales y revistas de esta especialidad, destinados, sobre todo, a una clientela conformada por profesores y estudiantes. En las empresas se hicieron imprescindibles los servicios u oficinas de relaciones industriales o laborales para el trato con los trabajadores, la aplicación de su régimen normativo y la negociación con las organizaciones sindicales. La premisa de su función, además de su especialidad, es que los conflictos laborales causan gastos que se debe evitar y que siempre es posible minimizar los costos laborales utilizando los vacíos, anfibologías o desconocimiento de las normas, recurriendo a la corrupción de ciertos dirigentes sindicales y funcionarios y jueces laborales o apelando al poder político para enviar a prisión a los dirigentes sindicales y sus abogados de ejecutoria impoluta. Se crearon asociaciones nacionales e internacionales, y se promovieron encuentros y congresos de Derecho del Trabajo en los ámbitos nacional e internacional, en los cuales los concurrentes unidos por su afinidad ideológica, se comunicaban sus ideas y prácticas, mientras socializaban en ágapes y recepciones, y se entregaban de paso al turismo. Numerosos abogados y profesores al servicio de los empresarios adoptaron un florido discurso sobre la finalidad protectora de los más débiles del Derecho del Trabajo, declarándose imbuidos de la corriente cristiana de la caridad, mientras en su práctica profesional recomendaban la inaplicación de la legislación laboral en las empresas y trataban de escamotearla en los estrados de la justicia.
Como panorama de fondo seguía presente la realidad de los países socialistas en los cuales sus progresos materiales y sociales, reales y exagerados por su propaganda, continuaban atrayendo la atención de muchos trabajadores de los países capitalistas y estimulando en diverso grado su aspiración a emularlos. Este interés contribuía a contrapesar la intención de algunos grupos capitalistas de retrotraer a las clases trabajadoras a estadios anteriores. Los índices de crecimiento económico en los países socialistas, con medios de producción estatales y planificación, superaban aún a los alcanzados por los países con economía capitalista. Muy poco de las contradicciones internas en los países socialistas y de las limitaciones de su organización económica, controlada por férreas burocracias, se translucía al exterior, de manera que la propaganda de las potencias imperialistas contra ellos, como parte de su guerra fría, suscitaba rechazo entre los trabajadores de los países capitalistas.
El crecimiento de la economía y los derechos sociales de los trabajadores en los países con economía capitalista más desarrollados, y entre ellos los subsidios de desempleo, las pensiones de jubilación de un monto relativamente elevado en comparación a las remuneraciones, los servicios de salud y una capacidad de compra sostenida, permitían una evolución social en ascenso y sin altibajos de importancia. La negociación colectiva en todos sus niveles se impuso como un procedimiento de fijación periódica de los ingresos de los asalariados, en consonancia con un crecimiento constante del PBI y la necesidad de controlar la inflación. Esto permitió que en Francia se pasase del Salario Mínimo Interprofesional Garantizado (SMIG) al Salario Mínimo Interprofesional de Crecimiento (SMIC), que otros países emularon.
CUARTA ETAPA: DESDE LA DECADA DE 1980 HASTA AHORA
La reacción ideológica contra la expansión de los derechos sociales y el Estado de Bienestar provino de Frederick Hayek, un economista austriaco residente en Londres, y de Milton Friedman, profesor de la Universidad de Chicago, quienes desde fines de la Segunda Guerra Mundial abogaban por el retorno al liberalismo y la abstención del Estado de intervenir en la economía. Ambos fueron galardonados con el Premio Nobel por sus propuestas. De ellos partió la corriente denominada neoliberalismo, cuya expresión en el campo social fue denominada “flexibilidad”, una entelequia que sus autores oponían a lo que llamaron la rigidez de la legislación de protección social. Para posibilitar un mayor juego de las leyes de la oferta y la demanda en el campo laboral, a su criterio, el contrato de trabajo debía ser privado de su rigidez o flexibilizado, de modo de abaratar la fuerza de trabajo y llevar a los empresarios a invertir más y, con ello, incrementar el empleo.
Esta teoría, lanzada desde ciertas universidades y centros de investigación, con el financiamiento de los más grandes empresarios de los países altamente desarrollados, entusiasmó a los abogados empresariales y sedujo a algunos profesores de Derecho del Trabajo de Europa y de América que habían destacado la función protectora del trabajador de esta rama del Derecho. Su influencia llegó a los niveles de la política y, desde allí, a los poderes Legislativo y Ejecutivo, controlados por partidos de derecha, socialistas y populistas, convirtiéndose en un alud de normas que en una y otra forma reducían los derechos sociales.
Impulsada por esta corriente ideológica, la precarización de los derechos sociales en Chile, Argentina, Brasil, Bolivia y Uruguay fue precedida por golpes de Estado militares, promovidos por sus oligarquías capitalistas y el gobierno de Estados Unidos. La erradicación de la democracia fue el presupuesto para aniquilar al movimiento sindical, asesinar y encarcelar a dirigentes sindicales y de partidos contestatarios del capitalismo, y, en definitiva, suprimir o reducir los derechos sociales.
En varios países europeos, la flexibilidad pudo ser contenida por las organizaciones sindicales dirigidas por mayorías comunistas o socialistas críticas del capitalismo. Gracias a su credibilidad, poder de convocatoria y capacidad de movilización y presión, lograron, por el contrario, la creación de nuevos derechos sociales, en algunos casos, por decisión de los poderes Legislativo y Ejecutivo y, en otros, por negociación colectiva. La semana de trabajo se redujo hasta situarse en un promedio de cuarenta horas y menos; las vacaciones anuales se prolongaron hasta la quinta semana por año; la estabilidad en el trabajo en relación al despido personal se hizo una práctica general; y el despido por motivos económicos y tecnológicos redujo su impacto por los subsidios de desempleo.
En setiembre de 1985, la Sociedad Internacional de Derecho del Trabajo y Seguridad Social celebró en Caracas un congreso mundial de sus adherentes con la finalidad de propagar doctrinariamente la flexibilidad del Derecho del Trabajo.
Muchos dirigentes sindicales y de partidos políticos con una mayoría de adherentes trabajadores en varios países de Europa y América parecieron no comprender los alcances del embate del neoliberalismo, y no le opusieron una resistencia doctrinaria apropiada y oportuna.
A fines de la década del ochenta los regímenes socialistas de los países del Este europeo se desmoronaron en cadena y arrastraron a la Unión Soviética, que dejó de existir en 1991. Sus nuevos gobiernos, apoyados por las mayorías sociales, asumieron en gran parte la economía capitalista. Muchos de los nuevos ricos fueron ex dirigentes de los partidos comunistas.
Este cambio tuvo dos consecuencias ideológicas y políticas de gran trascendencia en los trabajadores de los países con economía capitalista:
a) Entre los afiliados y simpatizantes de los partidos comunistas se generalizó una crisis sobre el propósito de asumir el poder político para instalar en los puestos de comando de la sociedad a una clase burocrática que impediría el desarrollo de la producción, se beneficiaría con ingresos más elevados y controlaría a los ciudadanos hasta negarles ciertas libertades esenciales. El vacío ideológico abierto frente a ellos los desalentó para continuar la acción política con el tesón precedente y les dejó como tarea grupal y personal casi única participar en la acción reivindicativa de las clases trabajadoras. El Partido Comunista de Italia, uno de los más organizados e influentes en los países con economía capitalista, constatando que le era ya irrelevante tomar el poder como tal, decidió disolverse en 1991.
b) Abatidos los gobiernos socialistas del Este europeo, desapareció también un foco de emulación para una gran parte de las clases trabajadoras de los países con economía capitalista y, con ello, se quebrantó una fuerza de opinión que contrapesaba en cierto grado las tentativas de los dirigentes del capitalismo de reducir los derechos sociales. El viraje del Partido Comunista y del gobierno de China hacia el capitalismo esfumó en los militantes y simpatizantes de los partidos comunistas pro chinos sus simpatías por ese régimen, y los arrastró a otro vacío ideológico. Corea del Norte, Vietnam y Cuba no se convirtieron en focos de atracción ni de emulación, aunque sus revoluciones y heroicas campañas por la subsistencia de sus regímenes despertaran en muchos simpatizantes del socialismo admiración y cierta mística retórica. Por consiguiente, la motivación del capitalismo para aceptar el pacto social de 1919 y el de la post guerra de 1945, generada por su temor a un viraje más radical de los trabajadores en su preferencia por los regímenes socialistas, tendió a desvanecerse. Hacia fines del siglo XX, en la mayor parte de trabajadores de los países altamente desarrollados y en otros menos desarrollados, comenzó a difundirse la convicción de ser solo ellos el contrapeso del capitalismo en defensa de los derechos sociales a los cuales deben una calidad de vida compatible con el progreso material.
En la década del noventa, se había reducido la protección laboral en los países con economía capitalista a causa de la precarización de los derechos sociales, y se iba a una reducción de los alcances de la seguridad social mediante la entrega de una parte de ésta a grupos capitalistas. Los autores de esta precarización eran no sólo los partidos conservadores, o de derecha, sino también los partidos socialistas y populistas, que se preciaban de aventajar a sus rivales de la derecha en la reducción de los alcances protectores de la legislación social. Muchos profesores de Derecho del Trabajo, incluidos algunos que antaño se habían distinguido escribiendo o actuando profesionalmente a favor de los trabajadores, teorizaron a favor de los beneficios que aportaría a la economía la precarización de los derechos sociales.
La participación de los trabajadores de los países más altamente industrializados en el ingreso nacional se redujo en promedio a cifras lindantes con el 60%, y menos aún en los países de la periferia.
PERSPECTIVA EN EL FUTURO
Si la conquista y la conservación de los derechos sociales es efecto de la acción permanente de los trabajadores y de sus dirigentes sindicales y políticos, el debilitamiento de su voluntad de contrapesar a la clase capitalista, conlleva casi siempre un desmejoramiento de su calidad de vida y, en suma, un aumento de su explotación que, correlativamente, aumenta las ganancias de los empresarios.
En el siglo XX, las clases trabajadoras y la clase capitalista de los países de Europa occidental arribaron a un pacto social que situó su enfrentamiento en el marco de la legalidad. La condición de este pacto fue el reconocimiento a los trabajadores de un elenco de derechos sociales y la posibilidad de acceder a un mayor poder de compra. Es evidente que si la clase capitalista desconoce esta condición, la base del pacto tiende a desaparecer y, entonces, las clases trabajadoras quedarían en libertad de postular una transferencia masiva de los medios de producción al Estado, como representante de la sociedad, o a los trabajadores de las empresas organizados como cooperativas de producción. Si esta posibilidad no gana aún consenso entre los trabajadores es, por una parte, por la ausencia de un proyecto integral de una nueva estructura socialista. La mayor parte de ellos rehusaría la instauración del modelo perimido de socialismo burocrático de los países del Este europeo. Por otra parte, en los países con una economía más altamente desarrollada, muchos trabajadores satisfechos con su nivel de vida pierden de vista o ignoran la causa de tenerlo, o temen perderlo con una economía totalmente estatizada. Responden positivamente, sin embargo, a la convocatoria de las vanguardias laborales comunistas y socialistas no conformistas, mas sólo para acciones y movimientos reivindicativos determinados. Políticamente votan incluso por los partidos de derecha, que sin ese apoyo no podrían llegar al poder.
En los países con economías menos desarrolladas, aunque la explotación de los trabajadores es mayor y, por lo tanto, sus ingresos son de lejos inferiores a los obtenidos por los trabajadores de los países más desarrollados, su conciencia de clase y política sigue siendo incipiente por la pobre educación que reciben, el impacto diversivo de los medios de prensa y televisivos del poder mediático ejercido permanentemente sobre ellos y la insuficiente o errónea formación política impartida por los diferentes grupos comunistas, socialistas y de otras tendencias más radicales, rivales entre sí. Las consecuencias de estos factores concurrentes son, por lo general, una frágil disposición a organizarse en defensa de sus derechos e intereses; la fobia a pagar las cotizaciones sindicales destinadas a su defensa, que para muchos son una exacción; la propensión a dividirse en grupos dirigidos más por caudillos que por ideas o a enrolarse en partidos populistas cuya razón de ser es la defensa de algunos grupos capitalistas; y la aceptación pasiva de la informalidad o forma más primaria de la explotación.
En síntesis, el futuro económico y político de las clases trabajadoras dependerá de la construcción de un nuevo proyecto de sociedad que abarque su acción reivindicativa como parte de la evolución dialéctica de la sociedad, tarea que es, en primer lugar, ideológica y que podría ser asumida por nuevas generaciones de dirigentes.

