
ESCRIBE ALBERTO CORTES
Colombia ha sido, al menos durante las últimas décadas, uno de los más importantes eslabones del poder norteamericano sobre América Latina, si no el más importante de todos.
Con raíces ya en los orígenes de la Nación Colombiana, separada como República de Nueva Granada de la Gran Colombia creada por Bolívar; ya su primer presidente, el Gral. Francisco de Paula Santander –más tarde participante en un complot para asesinar a Bolívar- había expresado su satisfacción ante la formulación por el Presidente Norteamericano Monroe, de lo que luego se conocería como la doctrina con ese nombre. Aunque, justo es reconocerlo, ésta no tenía al mismo grado, al momento de su formulación, el significado tan nefasto que los EE.UU. le irían dando con el paso del tiempo.
Particularmente desde principios de este milenio, con la concepción y ejecución del Plan Colombia –conjuntamente con los EE.UU.-, la llegada de Alvaro Uribe al gobierno y sus dos sucesores salidos del riñón del uribismo: Santos y Duque, aunque con matices importantes el primero; Colombia se transformó en el portaviones fijo de los EE.UU. en Latinoamérica.
Se convirtió en la principal base para el desarrollo de los intentos de derrocar al gobierno de Venezuela, en especial durante los gobiernos de Donald Trump en EE.UU. y Duque en Venezuela, y tras la orden dada por los EE.UU. a la oposición venezolana de retirarse de los acuerdos que ya estaban listos para firmarse en República Dominicana, en febrero de 2018, entre gobierno y oposición, en los que habían acordado las condiciones para la elección presidencial de ese año. El gobierno de Trump sabía que la oposición –desprestigiada y dividida– nunca las podría ganar y decidió deslegitimarlas y pasar a todo tipo de operaciones de terrorismo y sedición –a más de un bloqueo extremo– para derrocar por la fuerza al chavismo en Venezuela. Colombia fue la base para preparar, entrenar e infiltrar a la mayoría de los grupos violentos con ese objetivo.
Con siete bases estadounidenses en su territorio, asociada por el gobierno de Santos como “socio global” a la OTAN en 2018, una vuelta más de tuerca en esa dirección hecha recientemente por Duque, y más tropas norteamericanas introducidas en 2020 sin la autorización parlamentaria que exigía la Constitución, a pesar de ser la droga y el objetivo de combatir su producción y exportación a los EE.UU., la principal excusa de esas presencias; Colombia es hoy el principal productor y exportador mundial de cocaína, y en ascenso.
Tras el asesinato en 1948 del líder popular Jorge Eliécer Gaitán –casi seguro presidente en las elecciones que se avecinaban– y la represión estatal al Bogotazo que se desató como consecuencia, una nueva espiral de violencia –sumada a otras etapas anteriores desde la independencia– se hizo crónica. Se constituyeron varios grupos guerrilleros, ante la evidente imposibilidad de lograr un cambio de signo democrático y popular que revirtiera por la vía pacífica más de un siglo de régimen oligárquico, siendo los que más han trascendido las F.A.R.C., el M-19 y el E.L.N.
El M-19 alcanzó un acuerdo de paz en 1990 y se incorporó a la vida civil. El mismo año fue asesinado su candidato a la presidencia, Carlos Pizarro. El ganador de la primera vuelta presidencial, del pasado 29 de mayo, Gustavo Petro, fue militante de ese movimiento.
Las F.A.R.C. firmaron en 2016 un acuerdo de paz, durante el gobierno de Juan Manuel Santos, cuyo desarrollo o no desarrollo es uno de los ítems fundamentales para el próximo gobierno.
Aunque Santos había sido Ministro de Defensa de Uribe –responsable como tal de la violenta ofensiva que éste llevó adelante contra las FARC en todo su gobierno-, y de alguna manera, su delfín; impulsó como presidente el acuerdo de paz con la expresa oposición del uribismo duro y su jefe, que incluso promovió el rechazo del convenio – al que cuestionan por considerar demasiado benevolente con las FARC – en un plebiscito que ganaron por menos del 0,5%, lo que obligó a reformular parcialmente el texto convenido.
Santos también comenzó conversaciones de paz con el ELN, pero la llegada al gobierno de Iván Duque – representante del uribismo puro – hizo que éste trabara los diálogos, y luego los suspendiera totalmente con la excusa de un atentado del ELN en 2019.
Colombia es uno de los países latinoamericanos que ha aplicado con mayor entusiasmo las políticas neoliberales, con tratados de libre comercio que han arruinado a gran parte del aparato productivo de características más nacionales, y en muchísimos casos no dejan a los campesinos otra alternativa que el cultivo ilegal de coca para sobrevivir. Tiene altísimas tasas de pobreza e indigencia, y todo esto se vio agravado por la pandemia, frente a la cual fue uno de los peores ejemplos en cuanto a la forma de enfrentarla.
El gobierno de Duque, electo en 2018, ha ralentizado al máximo el cumplimiento de los acuerdos, desfinanciando la mayoría de los programas, desprotegiendo a los líderes sociales y ex combatientes de las F.A.R.C., que son asesinados cotidianamente, contándose ya 1327 de los primeros y más de 300 de los segundos, siendo Colombia, por ejemplo, el segundo país del mundo en asesinatos de defensores del medio ambiente, en un obvio reverdecer de los grupos paramilitares. En lo que va de este año solamente ya se han registrado 44 masacres. Mientras que se descuidan los programas de sustitución de cultivos ilícitos, se llevan adelante otros de erradicación forzosa con el uso de glifosato. Prácticamente la dejación de armas por parte de las F.A.R.C. es el único punto del acuerdo que se ha cumplido cabalmente.
La Jurisdicción Especial para la Paz, no obstante, ha logrado algunos avances. Militares colombianos, por ejemplo, han reconocido directamente el asesinato de civiles que eran secuestrados, asesinados y luego hechos pasar como guerrilleros, práctica que se llamó “falsos positivos” y que era estimulada por el gobierno de Uribe, que premiaba a los militares que abatían más supuestos guerrilleros, aunque fueran personas cualesquiera. Se estima en más de 6000 estos casos.
Resultado de toda esta situación, es que sectores muy minoritarios de las F.A.R.C., conocidos como disidentes de las F.A.R.C., han retomado las armas y se han enfrentado, no sólo con el ejército colombiano, sino también con el venezolano, al adentrarse en el país vecino.
El pueblo, colombiano, harto ya de este cuadro, se rebeló, desde 2019 en adelante, en las muy masivas movilizaciones conocidas como el Paro Nacional, respondidas por el gobierno de Duque con una feroz e ilegal represión de todo tipo, incluyendo asesinatos por paramilitares, utilización de armamento prohibido por las fuerzas de seguridad, etc. que produjeron muchas decenas de muertos e incontable cantidad de heridos y violaciones de los derechos humanos de todo tipo.
En este contexto, es que por primera vez en la historia de Colombia, una fuerza de izquierda: el Pacto Histórico, se ha posicionado como la primera fuerza tanto en las elecciones legislativas del 13 de marzo como en la primera vuelta presidencial del 29 de mayo.
Integran la fórmula Gustavo Petro, senador y ex alcalde de Bogotá –destituido como tal en una maniobra, luego condenada por la C.I.D.H.-, y Francia Márquez, abogada ambientalista y feminista afrodescendiente, que había competido con Petro y otros en la consulta (en nuestro país sería una especie de primaria no obligatoria), realizada en conjunto con las legislativas.
El uribismo, ya muy venido a menos por la renuncia de su jefe al senado, tras el avance de las causas judiciales en su contra –después de años de parecer invulnerable– y el desprestigio del gobierno de Duque –que había llegado con un paquete de promesas hoy incumplidas-, hizo un mal papel en la legislativa de marzo y su candidato Óscar Zuluaga anunció entonces que se retiraba y apoyaba a otro derechista –pero no tan abiertamente uribista– como Francisco, alias “Fico”, Gutiérrez.
Sin embargo, el desprestigio de este sector –que había ganado las últimas cinco presidenciales– y de su gobierno es tan grande, que era evidente que Gutiérrez, segundo en las encuestas, no le podría ganar a Petro en la segunda vuelta. El establishment, comenzó entonces a apostar a un outsider, Rodolfo Hernández, que a diferencia de Gutiérrez se había mostrado bien diferenciado de Duque, y que así, terminó saliendo segundo. Es decir, que si se suma el más de 40% de Petro-Márquez con el 28% de Hernández, sin entrar a ver otras candidaturas menores, se podría decir que más del 78% votó contra el gobierno actual.
Sin embargo, estamos ante una hábil maniobra de la derecha, ya que Fico Gutiérrez anunció de inmediato su apoyo a Hernández. Si se sumaran mecánicamente los votos de ambos daría un 52%. Sin embargo, aunque la abstención fue la más baja de este siglo, alcanzó el 47%, y parte de este electorado podría acercarse a votar el 19 de junio. Por otro lado, parte de los votos de Gutiérrez se deben al aparato clientelar, que tiene su tiempo de reacción para cambiar de candidato. Muchos electores de Hernández lo eligieron como opositor al actual gobierno, y habrá que ver si el apoyo de Gutiérrez y del uribismo no le resta también votos. La cuarta fuerza, que se presenta como el centro, con un 4%, está dividida y mientras el candidato a vice y otros dirigentes apoyan a Petro, el presidencial, se reunió con Hernández. La dictadura de los medios hegemónicos –tan fuerte en Colombia como en nuestro país– apoyará claramente a Hernández y seguirá tratando de crear miedo a Petro.
Rodolfo Hernández fue alcalde de Bucaramanga y es un personaje que en cierto sentido es un outsider, no porque no venga de la política, sino por su descaro y ruptura de todo lo políticamente correcto: Hace eje en la lucha contra la corrupción, pero está procesado por corrupción; ha golpeado en público a un concejal, sostiene que el lugar de las mujeres es la casa y permanentemente hace propuestas sin sustento, además de haberse confesado admirador de Hitler. Algunos lo llaman el Trump colombiano y sabiamente han dicho que su elección sería como el suicidio del país.
EL FINAL DE LA PRESIDENCIAL EN COLOMBIA ESTA ABIERTO Y PUEDE SER EL CAMBIO, PERO TAMBIEN EL SUICIDIO.