
Descendí del autobús y avancé a la sombra del follaje de los naranjos hasta la casa de Isabel, una templada tarde de comienzos del otoño bonaerense. Era una construcción de un solo piso, con paredes blancas, puertas de fierro, contraventanas de madera y un pequeño jardín delantero que servía también de cochera. Muchos años habían pasado desde la última vez que vi a Isabel. Tras el fallecimiento de Rafael, su esposo, en 1978, ella se había consagrado al mantenimiento del hogar y a la atención de sus hijas. Varios años después, se casó con Esteban, un vecino del barrio también viudo.
La pareja me recibió en la puerta, saludándome efusivamente. Pasamos a la sala y, allí, colgado frente a la puerta, volví a contemplar el cuadro que había visto cuando visité esta casa por primera vez y, luego, otras veces hasta que un día desapareció.
—El cuadro ha vuelto —me aventuré a decir.
—Y ahora definitivamente —asintió Isabel.
Recién creí llegado el momento de preguntar por la suerte de esa obra de arte. E Isabel me contó su historia que era también la suya.
Desde la cubierta del barco, Isabel y su madre avistaron maravilladas los edificios del Bajo. Habían llegado, por fin, a Buenos Aires, culminando una travesía de tres semanas desde el puerto de Vigo.
Isabel era entonces una hermosa muchachita rubia de dieciocho años, muy delgada y con inocentes ojos verdes, que se sorprendía de todo lo que contemplaba en la ciudad. Su madre tenía cuarenta y dos años y era también rubia. Acodada sobre la baranda de la cubierta, Isabel retornó, de pronto, a la aldea que había abandonado para siempre en Galicia, donde sólo unos pocos parientes la echarían de menos, y a la ría de aguas tranquilas que divisaba todos los días desde la granja en la que su madre y ella trabajaban. Una sacudida del barco al atracar junto al muelle, hizo esfumar esa nostálgica evocación. Llevó la vista hacia la multitud que esperaba y vio al hermano de su madre. Levantó un brazo, tratando de atraer su atención, pero todos hacían lo mismo arriba y abajo, y sólo pudo hacerse notar después de insistir varias veces con sus señales.
El tío de Isabel estaba acompañado por un amigo y por el hijo de éste, un joven de veintidós años. Tras los abrazos, los cinco se dirigieron a la casa del tío en el barrio de Munro, donde éste había alquilado una habitación en la que vivirían las recién llegadas.
De entrada, Isabel simpatizó con ese joven. Él le contó que había nacido en Buenos Aires y que su padre era también un inmigrante gallego. Se llamaba Rafael. Su semblante expresaba una gran serenidad. A pesar de su juventud, su frente era muy amplia, y exhibía unas cejas pobladas que le daban cierta melancolía y una seriedad mayor de la que su trato revelaba. Su padre y él eran obreros de construcción civil.
La madre de Isabel fue ubicada como trabajadora del hogar en una residencia del barrio y, pronto, le siguió ella como empleada de limpieza en las oficinas de una empresa.
Rafael e Isabel continuaron viéndose y muy pronto se enamoraron. Isabel se enteró de todos los aspectos de la vida de Rafael. Supo así de la afición a la pintura del padre de éste y de su amistad con un pintor que era entonces ya famoso, a quien visitaba con frecuencia, Lino Enneas Spilimbergo. A pesar de su talento, este artista de cincuenta y seis años, de nariz aguileña y mirada penetrante, enmarcada por unas cejas y arrugas que le caían oblicuamente hacia los lados, llevaba una vida austera debida a su perenne escasez de recursos. Como les había sucedido a otros grandes pintores, le era difícil vender sus cuadros o tenía que resignarse a recibir las exiguas sumas que le ofrecían los tratantes de obras de arte. Isabel se enteró también de que, con cierta frecuencia, el padre de Rafael le suministraba la pintura que aquél necesitaba para trabajar.
Cuando el pintor vio a Isabel quedó impactado por su singular belleza celta y su sencillez de joven campesina. Isabel se impresionó también por la manera como era examinada por el artista, aunque intuyó que lo impulsaba una motivación ajena a la atracción física.
—¡Vení a verme cuando quieras! —le dijo el pintor. Luego, éste le comentó al padre de Rafael que en Isabel había visto un tipo de belleza imaginada por él hacía mucho, aunque nunca pudo hallar una modelo para trasladarlo a un cuadro, y le pidió que hablase con su madre y con ella para que posase en su tiempo libre.
La madre de Isabel no supo qué decir al escuchar la propuesta del padre de Rafael, pero Isabel la aceptó en seguida. Complacido y agradecido, Spilimbergo preparó los materiales de los que se serviría y citó a Isabel para venir a su taller.
Isabel se sentaba junto a una gran ventana al patio, vestida con sus sencillas ropas, mientras el pintor dibujaba sus facciones a carboncillo sobre una cartulina. El artista quería captar las líneas de su bello rostro y, sobre todo, su expresión serena, desenvuelta y candorosa. Trabajaron unos quince días. Los bocetos se amontonaron sobre la mesa. Finalmente, Spilimbergo creyó haber llegado al dominio de las formas y la expresión que él buscaba en su modelo, y emprendió la ejecución del cuadro definitivo. Le tomó más de un mes hacerlo. Cuando lo tuvo listo, le sobrevino una alegría intensa y, al mismo tiempo, cierta aflicción, porque, en lo sucesivo, dejaría de ver a Isabel tan frecuentemente y tan cerca. Isabel se reconoció en el cuadro; vio en él, delante de varias líneas cortándose en ángulos agudos, su mirada serena posada sobre un punto lejano, las líneas suaves de su rostro y sus cabellos abandonados al viento, y por primera vez en su vida experimentó la emoción de saber que era hermosa.
Isabel y Rafael se casaron en la primavera de 1954. A la ceremonia en la municipalidad de Olivos, le siguió una comida con sus pocos parientes y amigos, y el gran artista.
Algunos días después, éste se presentó en el hogar de la nueva pareja. Traía un paquete envuelto en papel madera. Era el cuadro para el que Isabel había posado.
—¡Es mi regalo de bodas! —dijo Spilimbergo.
Isabel y Rafael enmudecieron de alegría y lo abrazaron. Rafael corrió a buscar clavos y martillo, y todos decidieron que el cuadro sería colgado en la sala, frente a la puerta. Y, entonces, Isabel dijo:
—¡Mientras viva, no me separaré de este cuadro!
Los años pasaron. Isabel y Rafael tuvieron tres hijas. La economía de su hogar se fue cimentando, pese a los altibajos de la actividad de construcción con la que Rafael se ganaba la vida. De tiempo en tiempo, Rafael era elegido para un cargo en el sindicato de trabajadores de construcción civil, por la ponderación de sus juicios y su firmeza.
En 1976, la Argentina cayó bajo la férula de una Dictadura Militar de la que el pueblo sólo pudo librarse en 1983, tras la desastrosa derrota de sus fuerzas armadas frente a Gran Bretaña, en las Islas Malvinas. Con ese conflicto, provocado para continuar gobernando, los militares a cargo del poder político probaron ante el mundo, no sólo su ineptitud en la conducción de una guerra, en la cual hicieron matar a cientos de jóvenes reclutas, sino también su eficacia sólo frente a hombres y mujeres del pueblo desarmados a los que asesinaron salvajemente. Más de un noventa por ciento de las víctimas fueron dirigentes sindicales y jóvenes universitarios. Los seleccionaron a pedido de sus rivales políticos o de determinados empresarios, por delaciones arrancadas apelando a la tortura o dictadas por la venganza, por la subterránea acción de los soplones, o por figurar en la agenda de algún amigo o pariente que había sido apresado o eliminado. Muchos de los hijos recién nacidos y de tierna edad de las mujeres que la dictadura hizo desaparecer fueron vendidos.
Rafael no pudo salvarse de la represión. Sospechando que vendrían por él y previendo que la policía política saquearía su casa, confió el cuadro de Spilimbergo a una vecina y se refugió donde un compañero de trabajo. La noche subsiguiente, los esbirros de la dictadura allanaron su casa. Furiosos por no encontrarlo, voltearon y destrozaron cuanto pudieron, buscando cualquier cosa que pudiera servir para incriminarlo. No hallaron nada de eso, ni tampoco algo de gran valor; pese a ello, se apoderaron, de algunos objetos pequeños.
Fue, entonces, cuando Rafael tomó la dolorosa decisión de vender el cuadro para atender los gastos de su familia. Pero se preguntó: ¿a quién? y ¿cómo? Salir a buscar comerciantes de obras pictóricas hubiera sido exponerse a que los agentes del gobierno lo cazaran y le robaran el cuadro. Consultó con sus amigos y ellos le sugirieron ofrecerlo a un médico de prestigio con ideales semejantes a los suyos. Asegurándose de que no lo seguían, Rafael fue a buscarlo. El médico aceptó comprar el cuadro. Rafael sólo puso una condición en esta venta: que cuando la Dictadura terminase, Isabel, sus hijas y él pudieran seguir viéndolo en la casa del médico.
Una semana después, Rafael fue descubierto por un grupo paramilitar y ametrallado en la calle.

Isabel y sus hijas pudieron subsistir gracias a la solidaridad de sus amigos y de leales y valientes trabajadores del Sindicato de Construcción Civil. Pero aún así, los recursos que les suministraban apenas les alcanzaban para atender sus necesidades mínimas. Isabel buscó trabajo sin descanso, pero las empresas a las que acudió se negaron a emplearla. Finalmente pudo ubicarse en una residencia como empleada doméstica.
Tras el descalabro de los militares en Las Malvinas, la Dictadura se agotó y, poco tiempo después, la Argentina se encaminó hacia la democracia.
La condición impuesta al médico nunca llegó a tener la significación de un derecho, puesto que, desaparecido el peligro, Isabel y sus hijas se acercaban a su casa sólo una vez al año, como si hiciesen una romería.
Dos décadas más tarde, la segunda hija de Rafael e Isabel, Teresa, era una psicóloga de éxito. Se había casado y tenía dos hijos. Sus hermanas eran médicas.
Un día, a fines de 1998, Teresa se presentó ante el médico y le dijo que quería pedirle algo que le era muy difícil de expresar. El médico la miró extrañado y ella se deshizo en llanto. El médico comprendió.
—Sabía que, en algún momento, vendrían a recuperar el cuadro —dijo—. No quisiera desprenderme de esta obra de excepcional belleza, pero sé que fue pintada para Isabel. Sólo déme lo que yo pagué por él cuando lo compré.
—Le hago un cheque, de inmediato.
—Pero, antes de cerrar el trato, también yo voy a poner una condición para esta venta.
—¿Cuál es?
—Que nos dejen a mis hijas y a mí seguir viéndolo. Lo hemos tenido en nuestra casa veinte años y mis hijas han crecido contemplándolo.
Sin ningún asomo de vacilación, Teresa aceptó el pedido del médico.
Y, así, el cuadro fue trasladado a la casa de Isabel y colocado en el mismo sitio donde había estado antes de haber sido removido para salvarlo.