
ESCRIBE JORGE RENDON VASQUEZ
“¡Sí! Allí estaba.” —se dijo Alberto, contemplando el edificio de doce pisos levantado sobre el lado izquierdo de la calle Pasteur, muy cerca de la avenida Rivadavia. Luego, se encaminó hacia un café cercano.
Unos treinta años antes, en el terreno donde estaba aquel edificio había una casa, construida tal vez un siglo antes, en cuya planta baja se veía dos tiendas y una puerta por la que se accedía al primer piso. En éste había un departamento con vista a la calle, un gran comedor y una cocina. El dueño de esa casa, un gallego viudo de casi sesenta años, vivía en el departamento con su hija. El comedor formaba parte de la pensión González, que pertenecía también al Gallego y llevaba su apellido. En el segundo piso, al que se llegaba por una angosta escalera, numerosas habitaciones pequeñas, cada una con dos o tres camas y sus correspondientes roperos, se alineaban frente a un patio y dos pasillos.
La mayor parte de ocupantes de las habitaciones eran pensionistas de vieja data. El más antiguo, un hombre viejo, esmirriado y alto, vestido con desgastados y lustrosos trajes y corbata, un radical de la primera hora —como él mismo decía—, pagaba su vida con una modesta pensión de jubilado. Le seguía un tucumano, morocho, que debía de andar por los cuarenta años, llamado Miguel, obrero de una fábrica metalúrgica y peronista. Los demás provenían, en su mayor parte, del interior, y sus edades variaban entre los veinte y los cuarenta años. Eran obreros, empleados y estudiantes.
Alberto compartía una habitación con Enrique, un salteño de veintitrés años, de tez morena, enjuto y bajo, de ojos vivaces y rápido en responder, a quien le decían el Chango, y con Julián, un tucumano de edad similar, cuyo placer era dormir los sábados por la tarde y los domingos. Entre ellos e Iván, un correntino, rubio, un tanto lento y de padres ucranianos, se había tejido una estrecha amistad que los llevaba a interpolar, de cuando en cuando, su vida rutinaria en el trabajo y la pensión con algún espectáculo teatral o deportivo. Ninguno de ellos tenía familia en la Capital. Algunas veces se habían preguntado adónde irían a recalar, marchando por un camino del que sólo veían el comienzo, alargándose día a día y sin otra esperanza que su trabajo como obreros. Pero ninguno de ellos supo aportar una respuesta a esta pregunta.
Cierta vez, Alberto los llevó a un baile al que había sido invitado por un estudiante de la Facultad de Derecho que se empeñaba en afiliarlo a una Organización Obrero-Estudiantil. Se realizaba en una residencia del Barrio Norte, facilitada por una estudiante de ese grupo, con la finalidad de incorporar a algunos nuevos prosélitos y, de paso, como tarea que les había sido asignada, proveerse de algunos recursos económicos. Estaba repleto de chicas y chicos de la Facultad que hablaban con gran propiedad y fumaban sin tregua. Pero no pudieron bailar ni una sola pieza. Los aislaron y no les hicieron caso, ni siquiera para servirles un trago, pese a que habían pagado su cuota de ingreso.

Sólo el Chango tuvo un comentario ácido sobre esta decepcionante experiencia.
—Eso nos pasa por meternos donde no debemos —dijo. Avergonzado, Alberto guardó silencio y sólo pudo añadir a modo de disculpa:
—Me pregunto si, de llegar a tener la guita de esos estudiantes, nosotros cambiaríamos y seríamos como ellos. —No creo que lleguemos a tener guita nunca, somos unos rascas, pero, si alguna vez llego a tenerla, me parece que yo no cambiaría.
Julián e Iván movieron la cabeza, asintiendo, aunque lo más probable era que no comprendieran lo que se estaba hablando. Los cuatro amigos ocupaban en el comedor de la pensión una de las doce mesas. Aunque el ambiente estaba siempre animado por el bullicio de las conversaciones y las chanzas, nadie se propasaba, por temor al Gallego que, desde otra mesa, vigilaba silencioso y con el semblante fruncido, listo a descargar sin piedad el hacha definitiva de la expulsión, cuya sombra hacía temblar a los pensionistas, en razón de que la comida, pese a su simplicidad, no llegaba en proporciones mezquinas y el precio de la pensión era muy cómodo para sus reducidos ingresos.
Un personaje infaltable en el comedor era Lilí, la hija del Gallego, una delgada muchacha de veinte años, poco favorecida por la belleza, pero dueña de una dulce y fresca sonrisa. Esta sonrisa y una intencionada chispa de ternura en su mirada habían encandilado a Enrique.
Pasaron varias semanas antes de que Enrique y Lilí amagaran breves y titubeantes pláticas. Entonces, fue notorio para todos que la delicada Lilí se sentía más que contenta de tener un probable candidato. En su puesto de observación, el Gallego parecía no reparar en la idílica atracción de los dos jóvenes, aunque atisbaba impertérrito y con disimulo a Enrique. Algún tiempo después, trascendió en la pensión que el Gallego le había preguntado a un antiguo pensionista sobre el origen y el trabajo de Enrique, y sobre si era realmente un muchacho serio y formal.
Sabiéndose bajo examen, el Chango, ya enamorado sin remedio de Lilí, exacerbaba su buen comportamiento, al mismo tiempo que su timidez se desvanecía aguardando una oportunidad, que ignoraba cuándo podría presentarse, para declararle su amor.
De repente, su esperanza de conquistarla, ya ad portas, fue turbada por la irrupción de un nuevo pensionista, empleado de una firma comercial, mayor que él y vestido con impecable pulcritud. Con una desenvoltura que parecía brotarle naturalmente, el recién llegado, saludó a la pequeña Lilí, con una fascinante sonrisa y una frase tan gentil y graciosa que fueron suficientes para que su candorosa destinataria abriera su disposición a comunicarse con él. En los días siguientes, los intencionados saludos del recién llegado a la joven continuaron. La simpatía hacia éste que iluminó el rostro de Lilí no pudo sino alarmar a Enrique.
El Chango preguntó por ese intruso y le informaron que se llamaba Juan Carlos, y que era un Rosarino aficionado al teatro en el que trataba de colocarse como actor.
Lilí, sin embargo, seguía ofreciéndole a Enrique su límpida sonrisa, más encendida ahora por la certeza de sentirse deseada por más de uno.
Al Gallego, su circunspección no le impidió advertir el triángulo formado por su hija y los dos jóvenes pensionistas, pero su rostro se mantuvo impasible.
Preocupado, el Chango comentó con sus amigos el giro que iban tomando las cosas. Pero, tan inexpertos como él en estas lides, no supieron qué aconsejarle.
—Si no hago algo pronto, me la va a afanar —se lamentó el Chango.
—¿Por qué no le preguntás a Miguel? Él debe de saber más que nosotros de estas cosas —le sugirió Julián.
—¿Vos creés? Mirá que es soltero.
—Se entiende de lo lindo con Josefa. La negra es divorciada y no lo deja ni a sol ni a sombra.
En la tarde del sábado siguiente, el Chango se acercó a Miguel, quien refregaba su ropa en el lavadero.
—Me permitís unas palabras —le dijo.
—Sí. ¿De qué se trata?
Enrique le refirió su drama.
—Si a vos te interesa esa piba, tenés que ganártela. —Pero, ¿cómo?
—Siendo más insinuante con ella y derrotando a tu rival en su propio terreno.
—No tengo ni para comenzar con él. El turro se las sabe todas, y con su pinta y su chamuyo no debe de tener dificultades para convencer a las minas. Lo más seguro es que enamore a la piba sólo para acostarse con ella.
—En ese caso, no tenés más que enfrentarte a él.
—Tendría que hablarle y, si no renuncia a seguir jodiendo, no me quedará más camino que pelear.
—No veo otra salida.
No muy convencido por la insinuación de Miguel, el Chango volvió a su cuarto pensativo y más atribulado todavía.
El enfrentamiento se precipitó dos días después, cuando Enrique observó que el aprendiz de actor saludó a Lilí con una cautivante sonrisa y departió con ella un buen rato a la hora del almuerzo. Con la sangre hirviendo, el Chango se dijo que ese asunto tenía que resolverlo ese mismo día.
Por la noche, abordó al Rosarino cuando éste se dirigía a su cuarto y sin más le espetó
—¡Mirá, che! He venido observando que te has lanzado a enamorar a Lilí y eso no me gusta.
El otro, sorprendido, vaciló un instante y respondió airadamente.
—¿Y a mi, qué me importa que no te guste?
—Estoy en relación con ella desde antes que vos llegaras a la pensión.
—¡¿Y, eso qué?! ¡Dejame tranquilo, querés!
—¡Si querés tranquilidad, tenés que apartarte de ella! —Y si no me da la real gana, ¿qué?
—¡Que te las vas a ver conmigo!
—¡No me hagás reír!
—¡Reíte si querés! ¡Yo no me río! Quiero a esa piba y pelearé por ella.
Mirando desdeñosamente a su súbito adversario, bajo y flaco, el interpelado replicó:
—¡Lo que vos estás buscando son unos chirlos para que te quedés quieto!
—¡Como no me tomás en serio y querés seguir jodiendo vamos a resolver esto peleando!
—¡Dónde quieras y cómo quieras!
—¡Recién hablás bien! ¡Pelearemos el sábado a las cuatro de la tarde, aquí en el patio, y será a cuchillo.
—Te estaré esperando. ¡Ya verás como te achuro como a un chancho!
Juan Carlos partió hacia su habitación, y el Chango se fue a visitar a Miguel. Lo encontró sentado en su cama y le dijo: —Vuelvo por lo mismo.
Le relató su altercado y añadió:
—¡Servime de árbitro!
—¡Pará! Es un poco jodido lo que me pedís.
—Vos no vas a comprometerte en nada. Lo único que quiero es que le digás al tipo que vos serás el árbitro y que nos entregarás las cuchillas. Yo te daré la guita para comprarlas. Deben ser iguales.
—Pibe, me parece que exagerás.
—Para nada. Mirá, compañero, espero que no me des la espalda en este trance.
—¡Estás loco, pibe!
—Lo he pensado bien y no voy a desistir. ¡Andá, ahora está en su cuarto!
Impresionado por la determinación de su joven amigo y sintiendo el peso de su mirada, Miguel se dirigió al cuarto de Juan Carlos.
Aunque se suponía que Miguel guardaría una absoluta reserva sobre el cometido que le había sido confiado, no pudo resistir el interrogatorio de Josefa, en la cama la noche siguiente, y sucumbió fácilmente. No bien llegó a la pensión, la morocha les soltó el chimento a las cocineras y, en seguida, todos en la pensión se enteraron del desafío, si bien aparentando ignorarlo, como si se hubieran puesto de acuerdo.
Obviamente, el Gallego también fue informado del lance y, en su pequeño trono, no pudo ocultar un leve rictus de inquietud o de satisfacción, era difícil precisarlo. Lilí, por supuesto, se abstuvo de mostrarse en el comedor, al parecer para desalentar los comentarios de los comensales y evitar sus miradas curiosas.
Con el dinero suministrado por el Chango, Miguel compró dos cuchillas en una tienda de la Plaza del Once y las exhibió en su cuarto. Se procuró, además, los elementos para una cura de primeros auxilios, en la farmacia próxima.
El Sábado, al aproximarse las cuatro de la tarde, los pensionistas ya estaban ubicados junto a las paredes del patio, algunos sentados en sus sillas. El viejo radical comentaba que en otros tiempos ya lejanos él había visto batirse a muerte, en un peringundín, a dos compadritos, y que nunca hubiera creído que todavía quedaban guapos.
Vestido con una remera blanca, un pantalón liviano y alpargatas, el Chango esperaba en su cuarto, animado por Julián, Alberto y el rubio Iván.

A la hora precisa, el árbitro salió, llevando las dos cuchillas sobre una almohada, y se ubicó en el centro del patio, ante la mirada expectante de los pensionistas. Alzando la voz, llamó por sus nombres a los contendores. El Chango se presentó de inmediato. Juan Carlos, en cambio, no apareció.
La espera se prolongó un cuarto de hora y, luego, media hora más, a pedido del público, que sin duda quería ver sangre. De ahí en adelante, el murmullo de los pensionistas se hizo más intenso. Al vencerse la prórroga, Miguel decidió:
—¡Esperemos aún!
Y nadie se movió de su sitio.
Una hora después, fue evidente para todos que Juan Carlos no vendría.
Quien se acercó primero a felicitar al victorioso contendor fue Miguel. Luego desfilaron los demás pensionistas. Y, en la cocina, poco faltó para que el personal estallase de alegría.
Pasadas las seis de la tarde, llegó la noticia de que un compañero de trabajo de Juan Carlos acababa de pagarle su cuenta al Gallego y que se llevaba su valija y otras pertenencias.
Cuando esa noche, el Chango bajó a cenar, fue sorprendido por la efusiva sonrisa del Gallego en respuesta a su saludo. Lilí no tardó en llegar, desbordante de orgullo. Se acercó a la mesa del joven y, sentándose frente a él, le dijo:
—¡Chango, nunca dudé de que ibas a ganar! ¡Espero que ahora me invités a salir!
Los ojos del Chango refulgieron.
Al comenzar la semana siguiente, el Gallego instaló al enamorado ya oficial de su hija en una habitación del primer piso y le señaló como mesa del comedor la suya.
Alberto concluyó su café y se dirigió al edificio que había observado. A través de la puerta acristalada se veía un lujoso vestíbulo recubierto de mármol y las puertas de dos ascensores. Pensó un instante y, decidiéndose, oprimió el botón de la portería en el intercomunicador. Le respondió una voz de mujer.
—Señora —dijo Alberto—, quisiera hablar con usted. —¿De qué se trata?
—Le agradecería me informe sobre el propietario del edificio. —¡Ya salgo!
Desde el fondo avanzó una gruesa mujer de unos cuarenta años. Lo examinó con la mirada y abrió la puerta.
—Señora, hace unos treinta años, en el terreno donde se levanta ahora este edificio había una casa que pertenecía a un señor gallego que vivía con su hija. Quisiera saber si este edificio le pertenece.
—¿Se refiere usted al señor Esteban González?
—¡Sí!
—Él falleció hace muchos años. Los propietarios son su hija y el esposo de ésta.
—¿El esposo se llama Enrique?
—Sí, señor.
—Pasé más de cinco años con él en un cuarto de la pensión que había en esa casa. ¿Viven aquí?
—¡No! Habitan en un departamento en el Barrio Norte, Avenida Libertadores 2534, si le interesa.
—¿Tienen hijos?
—¡Sí! Dos mujeres y un hombre, pero ya están casados. —La suerte les ha sonreído en la vida, según veo.
—¡Y mucho! Además de este edificio tienen otros cinco. Comenzaron construyendo éste. La base fue la fortuna del suegro. El trabajo del señor Enrique hizo el resto.
Alberto no pudo reprimir un gesto de aprobación, dejó a la portera y se encaminó hacia la avenida Corrientes, pensando cuánto podría haber cambiado el Chango, como la vieja casa donde estaba la pensión, y si valdría la pena visitarlo.