EL CONCIERTO DEL DOMINGO

ESCRIBE JORGE RENDON VASQUEZ

Casi izado por las dos obesas mujeres, el anciano atravesó la  puerta de la sala. Una enfermera les señaló una cama vacía y les  impartió algunas instrucciones. 

—¡Papá, esperamos que te portés bien! —dijo la que parecía  ser mayor, mientras lo acostaba—. Aquí tendrás todo lo que  necesités. 

—El Doctor nos ha dicho que en menos de dos semanas estarás cero kilómetros —añadió la otra. 

El anciano refunfuñó algo, dejó caer la cabeza sobre la  almohada y se quedó quieto con la vista puesta en el techo. Las mujeres abandonaron la sala, ante la mirada de los otros  diecinueve enfermos, tendidos en sus camas, de esa sala del  Hospital Rawson. 

El rostro del recién llegado le pareció conocido a Lorenzo Cavallini. Se incorporó en su cama para observarlo, pero sólo  advirtió el perfil ajado de un hombre que debía de andar por los  ochenta y cinco años, con una barba de algunos días, el cabello  blanco y largo, y respirando difícilmente. Su experiencia le dijo que  estaba a un paso del estado terminal, y dedujo que sus hijas habían  conseguido librarse de él. 

De pronto, el nuevo paciente prorrumpió en un discurso de  frases incoherentes dirigidas a algún interlocutor imaginario.  Calló como si escuchase a alguien y, un instante después, continuó  con su réplica. 

Era la una y media de la tarde, y los médicos y estudiantes ya  se habían retirado. Algunas enfermeras conversaban en la  pequeña sala del fondo. Las del turno de la mañana se preparaban  para irse y las del turno de la tarde se ponían sus uniformes  blancos. A las dos, ingresarían las visitas. 

Algo encolerizó al anciano en su diálogo, levantó la voz, y echó  la sábana y la frazada a un lado.

El pantalón del pijama se le había bajado y se veía la piel  apergaminada de sus piernas. Una ayudante de enfermería se  aproximó mascullando algo. Al llegar junto a él, observó alelada su  enorme órgano sexual fláccido. Lo cubrió y retornó donde sus  compañeras. Les susurró algo y todas, sonriendo, volvieron la vista  hacia la cama del anciano. 

En esa sala, los veinte pacientes habían sido seleccionados por  la gran complejidad de sus dolencias, de manera que los médicos,  que eran profesores de la Facultad de Medicina, les enseñasen a  sus alumnos los caracteres de sus enfermedades y sus  tratamientos.  

Las lecciones comenzaban a las ocho de la mañana. Cada  profesor rodeado de unos diez estudiantes, todos con inmaculados  sacos blancos, se inclinaba sobre el enfermo al que le correspondía  el turno, le hacía preguntas sobre su estado y luego lo examinaba  de la cabeza a los pies, explicando en la jerga médica los síntomas  y probables causas de su enfermedad. Los pacientes, ya  habituados a esta rutina y a que los estrujasen las inexpertas  manos de cada estudiante, seguían también la disertación del  profesor alertas ante los gestos de su rostro, tratando de percibir  alguna señal de su verdadero estado. Los profesores y estudiantes  sabían que esos enfermos eran casos perdidos y que sólo la  sapiencia de los más ilustres maestros podía disputárselos a la  parca, filtrándose por alguna rendija descubierta a fuerza de  examinarlos. 

Cuando un profesor y sus alumnos llegaron a la cama del  anciano, éste los miró, abrigando una luz de esperanza en sus  pupilas. Respondió lúcidamente sus preguntas, y se dejó auscultar  con el estetoscopio. El profesor frunció el ceño y le dijo en voz baja  a su ayudante. 

—¡Qué raro! Este paciente no parece tener demencia senil,  como dice el informe del médico que dispuso su internamiento. Luego, levantando la voz, ordenó los análisis y radiografías  del caso. 

—¿Cómo estoy, doctor? —preguntó el anciano. 

—Para su edad, bien a primera vista —respondió el profesor— . Mañana, trataremos de diagnosticar lo que usted tiene. El profesor y sus alumnos pasaron a la cama siguiente.

Concluida la consulta, Lorenzo se levantó de su cama.  Caminaba con dificultad por los devastadores efectos de la  diabetes en los dedos de sus pies. Al pasar frente al anciano, se fijó  bien en él. Estaba recostado sobre el almohadón y parecía mirar a  los demás pacientes de la sala, lejos del aletargamiento de la  víspera. 

“!Sí, es él! —se dijo asombrado Lorenzo—, ¡el maestro  Volturi!” 

Llegó al cuarto de baño y pensó: “¡Que viejo está!” Y recordó  que hacía años, tal vez veinte o más, no lo veía. Arturo Volturi  había sido uno de los grandes pianistas de las orquestas y  conjuntos de tango. Él, como un hincha congénito del tango, lo  había seguido por años, viéndolo y escuchándolo en los teatros,  cabarets y salones de baile. Volturi era en ese tiempo un hombre  desbordante de energía y siempre elegante, no muy efusivo, pero  sí, respetuoso y serio, y, aunque era casado y tenía un hogar, le  atribuían romances con las coristas de moda más bellas. Y, de  repente, el maestro Volturi se esfumó de la escena.  

Lorenzo se detuvo frente a la cama del anciano y se aventuró  a decir: 

—¡Maestro Volturi! 

El anciano posó su vista en Lorenzo y respondió. 

—¡Hola, creía que ya nadie se acordaba de mi! 

—Muchos lo recordamos, maestro. 

—Gracias, pero el tiempo se me acabó, hace ya muchos años. —Lamento verlo aquí, aunque me siento contento de estar  cerca de usted y de poder hablarle, algo que no me hubiera sido  posible en otros tiempos, cuando lo veía desde las plateas o las  mesas. 

—Hoy me siento bien, tal vez por la esperanza de ser curado  por los médicos. 

—Aquí, los hay muy buenos, maestro, y hasta pueden hacer  milagros. 

—Ningún milagro puede detener la vejez, y, de haberlo, sólo  podría retrasar la muerte por algún tiempo. 

—¿Qué pasó con usted? No volvió a aparecer en los escenarios  hace muchos años. 

 —Me fui a Los Ángeles hace veinticinco años, siguiendo a una  mujer mucho más joven que yo. Me volví loco por ella y lo dejé todo:  esposa, hijas, casa. Diez años viví con ella hasta que me abandonó  por viejo y por un norteamericano de su edad que la cortejaba sin  darme cuenta y le ofrecía todo lo que tenía. A los setenta y cinco  años me fue imposible conseguir trabajo y tuve que volver. Me  recibieron mis dos hijas. Su madre había muerto poco tiempo  antes. 

—Volvió, como en el tango Volver de Le Pera y Gardel, a la Patria y al cariño de sus hijas. 

—¿Cariño? ¡Ya quisiera tener una brizna del cariño de  alguien! Me recibieron porque regresaba a mi casa y a mis cosas.  Son dos solteronas que hicieron causa común con su madre y creen  que no merezco su perdón. 

—Es muy penoso depender de alguien, maestro. 

—Económicamente, no dependo de ellas. Al contrario; ellas  dependen de mi. Tengo una pensión de jubilación y otra casa que  heredé de mis padres con cuya renta su madre y ellas se  mantuvieron mientras estuve ausente. No les gustó mi retorno,  porque comencé a administrar esa renta hasta hace unas semanas  en que, vencido por la enfermedad, me la quitaron. Para ellas, lo  ideal sería que me muera ahora mismo. 

Volturi quería hablar, desahogarse con alguien que lo había  conocido en sus tiempos de gloria, y se aferraba a Lorenzo, quien  lo miraba consternado y confuso sin saber qué decir, escuchando  sus confidencias. 

—Cuente conmigo, maestro, será para mí un honor que me  considere su amigo. Se lo digo aquí adonde no llegan las luces de  las marquesinas y las candilejas. 

—¡Gracias! Es maravilloso que alguien quiera ser amigo de un  viejo a punto de partir. ¿Cómo te llamás? 

—Lorenzo Cavallini. Estoy en la primera cama del lado  izquierdo. Llevo semanas aquí, confiando en que los médicos  detengan la desintegración de mis pies. Ya casi vivo en esta sala;  es la tercera o la cuarta vez que regreso. 

En los días siguientes, el anciano empeoró. Lorenzo le  hablaba, pero le resultaba imposible obtener una respuesta  coherente y que lo recordara, pese a que le repetía su nombre,  acercándose a su cabecera. 

El vecino de Lorenzo, un hombre calvo sobre los cincuenta  años con una insuficiencia cardiaca irremediable, le dijo: —¡Dejalo! ¡El tipo está jodido. En cualquier momento se va! 

La semana siguiente, en una de esas noches siempre  melancólicas en la sala, apenas iluminada por el tenue resplandor  de las luces del patio, fallecieron dos pacientes. 

Cuando llegaba el coma de un enfermo, casi nadie podía  dormir, aunque fingiera hacerlo, recogiéndose sobre sí para  ocultarse de la helada presencia de la muerte, hasta que el  enfermo cesaba de respirar y sus vecinos llamaban a la enfermera  de guardia. Entonces, venían los ayudantes, prendían las luces y  retiraban el cuerpo. Luego, las luces eran apagadas, el murmullo  tenso y lúgubre cesaba, y los pacientes retornaban a su  desconsolada soledad, preguntándose quién sería el próximo. 

No obstante, para Volturi nada especial sucedía, entregado,  como estaba, a sus delirios. 

Una mañana el anciano amaneció lúcido, como si despertara  de un plácido sueño. Estuvo comunicativo y afable con las  enfermeras. Los médicos y estudiantes conversaron con él todo lo  que pudieron, anotando los datos obtenidos en la hoja de su  historia. 

Cuando Lorenzo se acercó a saludarlo, Volturi lo reconoció y  sonrió. 

—¿Cómo me dijiste que te llamabas? —le preguntó. —Lorenzo Cavallini, maestro. 

—¡Ah, sí, el aficionado al tango! 

—Maestro, pasado mañana, al medio día, hay un concierto en  el teatro Alvear, a cargo de la Orquesta del Tango de la Ciudad de  Buenos Aires, y yo voy a ir. Dirigen los maestros Suárez y Tarrielli. 

—Los conocí en otros tiempos. Suárez debe de tener ochenta  años ahora. Tarrielli era muy joven; un bandoneón de primera y  compositor. Actuamos juntos muchas veces. Eran unos amigos  estupendos. Si podés hablarles, dales mis saludos. 

Volturi se había animado y movía las manos. Lorenzo se las  observó. Eran delgadas, con los dedos largos y la piel indemne al castigo de la edad. 

—¿Toca usted siempre el piano, maestro? 

—Lo tocaba hasta hace poco. Tengo el mío en mi casa, en la  sala de la planta baja; es un buen piano de cola Steinway. 

El domingo por la mañana, Lorenzo recuperó su ropa del  armario, se acicaló, alisó su rubia cabellera y se perfumó. A sus  cincuenta y cinco años, su espíritu perspicaz, curioso y franco no  había dejado de asomarse a sus ojos claros. Añadió a su traje gris  oscuro una chalina blanca y, sobre las diez, dejó la sala.  

En la Plaza Constitución, compró su diario favorito en un  quiosco y abordó un ómnibus. Descendió en el cruce de las  avenidas Callao y Corrientes, y bajó por ésta en dirección al  Obelisco. Se detuvo frente al bar La Giralda y entró a hacer  tiempo. Se instaló junto a una ventana, pidió un café y se puso a  leer el diario. De cuando en cuando, su vista recorría, displicente,  los teatros de vodevil, las inmensas librerías con sus estantes y  mesas repletos, los negocios diversos con sus escaparates siempre  iluminados, y el inagotable torrente de viandantes y vehículos en  esa vía de sempiterna fantasía. 

A las once y media, se levantó y enfiló al teatro Presidente  Alvear. En el hall, una multitud de hombres y mujeres, devotos  nostálgicos del tango, intercambiaban sus impresiones y noticias.  Lorenzo se sintió cómodo al integrarse a esa fiel comunidad.  Saludó a algunos conocidos y, luego, le dijo a un empleado del  teatro: 

—Quisiera hablar con los músicos. ¿Me indica el camino? —Vaya por la pequeña puerta de la izquierda y siga por el  pasillo. 

Lorenzo avanzó hacia el fondo y se encontró en una sala  contigua al escenario, donde esperaban varios hombres sentados  con sus instrumentos. Los observó y reconoció a varios que habían  venido actuando a lo largo de muchos años. En un grupo vio a  Tarrielli. Lorenzo se acercó y le dijo: 

—Me permite unas palabras, maestro. 

—¡Sí, cómo no! —respondió el músico, volviéndose hacia él. —Es para mí un honor poder hablarle y no sé cómo decirle lo  que me ha traído hasta aquí. 

—Pero, no faltaba más. Dígamelo con entera confianza. 

Estamos entre amigos del tango, ¿no es cierto? 

Reconfortado por esta expresión, Lorenzo le contó a Tarrielli  el drama de Volturi y concluyó: 

—Tal vez esté jugando sus descuentos y su partido podría  terminar en cualquier momento, muy pronto. Quisiera pedirle algo  que quizás usted pueda hacer. 

—Dígamelo y, si está a mi alcance, lo haré. 

—Sería lindo que Volturi se reencuentre con el público aquí,  con este auditorio que sabe de tango y que, con toda seguridad, lo  conoce. 

—No es usual lo que usted me pide, pero tampoco es usual  morirse. Sí. Que venga y tendrá una cabida. ¿Le parece que podrá  tocar? 

—Lo peor que podría ocurrirle es que no llegue al próximo  concierto. Pero, aun así, saber que usted lo llama lo hará feliz. Yo  me encargaré de traerlo. A última hora, si Volturi no pudiera subir  al escenario, por lo menos pasará un buen rato con sus antiguos  colegas. 

El concierto, compuesto por una selección de todas las épocas,  duró una hora y media. Dirigieron los maestros Orlando Suárez  como estilista del tango tradicional y Néstor Tarrielli como  especialista del tango más reciente. 

Cuando retornó al hospital, Lorenzo se decepcionó al ver a  Volturi desvariando. Se dijo que tendría que esperar que le llegara  la lucidez, como se aguarda el buen tiempo para una excursión  campestre. La espera duró dos días. Al despertar, Volturi  preguntó: 

—¿Ya se fueron ésas? 

—¿Sus hijas? Hace rato, maestro —respondió Lorenzo. —¡Que bueno! ¡Me tienen harto! 

Al constatar que Volturi lo entendía, Lorenzo continuó: —El maestro Tarrielli me ha encargado saludarlo y decirle  que lo invita a acompañar a la Orquesta del Tango de la Ciudad  de Buenos Aires con algunas piezas en el concierto del próximo  domingo. 

—No creo que pueda ir, aunque me agradaría estar allí. —Yo sí creo que usted podrá ir; yo lo llevaré.

 —Gracias, Lorenzo. Hacés por mi lo que ni un hijo haría. Pero,  no tengo un traje apropiado. 

—No se preocupe por eso, yo lo arreglo.  

Para sorpresa de los médicos y estudiantes, Volturi se  mantuvo lúcido y alentado en los días siguientes.  

El jueves, una vez concluida la visita médica, Lorenzo abordó  a Margarita, una enfermera que frisaba los cuarenta años, soltera,  magra y un poco renegona pero buena gente, con quien había  comenzado a entenderse. Le contó lo que pensaba hacer.  

—¡Estás loco Lorenzo! Ese enfermo desbarra la mayor parte  del tiempo y está muy débil. ¡Si no fallece antes del domingo, no  creo que llegue ni a la Plaza Constitución! 

—Yo sí creo que podrá enfrentar el desafío. ¡Miralo como está  ahora! 

—¡Sí, claro!, pasa por un buen momento, pero, ¿cuánto le  durará? 

—No importa lo que ocurra hasta el domingo. De todos modos,  quisiera que me ayudés. 

—Pero, ¿cómo? 

—Preparándolo físicamente. Vos sabés mucho de estas cosas  y yo diría que más que los médicos. 

—Exagerás. Sin embargo, veré lo que puedo hacer ¿A qué hora  pensás sacarlo el domingo? 

—A las diez y media de la mañana. 

Margarita asumió su compromiso con la seriedad y la  responsabilidad de quien debía cumplir una tarea de vida o  muerte. Veló por el tratamiento y la alimentación del paciente,  prodigándole expresiones amables y alegres.  

Consciente de que se preparaba para una gran prueba, Volturi  cooperaba con un buen talante, y obedecía sin rezongar las  indicaciones de los médicos y las enfermeras. 

El sábado por la tarde, Lorenzo salió del hospital y retornó con  un atuendo completo, como para presentar a un músico novel en  su debut. 

Margarita llegó a las ocho de la mañana del domingo, ataviada  con un traje sastre y, de inmediato, se hizo cargo de la atención de  Volturi. Siguiendo el consejo de un médico, le preparó un brebaje  energético y le dio una pastilla para estimular su ritmo cardiaco. 

Volturi se reanimó y se sintió joven de nuevo. Lorenzo y Margarita  ducharon y afeitaron a Volturi, le arreglaron el cabello y lo  vistieron, y, ante la estupefacta mirada de los demás enfermos y  contando con la momentánea ausencia comprometida de las dos  enfermeras de turno, abandonaron la sala. Era un día espléndido  de primavera, con un sol radiante y un cielo azul intenso. 

En la puerta del hospital abordaron un taxi y le indicaron al  conductor. —¡Al teatro Alvear! 

El público llenaba el hall de entrada. Parecía ser más  numeroso que el domingo anterior. Algunos reconocieron a Volturi  y lo saludaron. Él respondió inclinando la cabeza y esbozando una  sonrisa. Los tres se encaminaron por el vestíbulo hacia el fondo.  

Al advertir la presencia de Volturi, varios músicos de edad  madura se acercaron y lo saludaron efusivamente. —¡Maestro! —dijo uno de ellos—, lo vemos después de muchos  años. Encantado de tenerlo aquí, como antes. 

El anciano, erguido, sonrió y estrechó la mano de su colega. —Anduve lejos —les informó—, pero he vuelto, aunque sea  sólo para saludar a mis viejos compañeros de trabajo. Desde el otro lado de la sala, se acercaron Tarrielli y Suárez. —Arturo, pero, si estás igual, pese a los años —Suárez le  extendió la mano, sonriendo. 

—¿Te parece? ¡Mirá que los años son los años! 

Tarrielli estudiaba en silencio al pianista, quien, al darse  cuenta de ello, dijo. 

—Estoy como antes, como siempre, ya lo verán. 

—No lo dudo —aseveró Tarrielli—. Después del primer tango  nos acompañás con dos. ¿Te parece bien Barrio de Tango y Cafetín  de Buenos Aires

—¡Buena selección! 

—Las partituras están sobre el piano. 

—Si me hacen falta, las abriré. 

—Como siempre, Arturo, seguís siendo el de la memoria  prodigiosa, no de elefante, porque siempre fuiste muy delgado. —¡Decí más bien elegante! 

—¡Y enamorado! ¡A causa de ellas, claro! —Tarrielli le guiñó un ojo. 

Un timbrazo anunció que la función estaba por comenzar. El  público abarrotaba la platea y las demás localidades, y seguía  ingresando a la enorme sala donde se confundía en un solo  murmullo. 

A las doce y treinta, las luces languidecieron hasta apagarse,  llevándose las voces del público. El cortinaje se separó y  aparecieron en el proscenio iluminado los treinta músicos, ya listos  con sus instrumentos.  

Desde la izquierda avanzó Suárez. Saludó al público y,  volviéndose, bajó la batuta y la orquesta arrancó con el tango La  Yumba de Osvaldo Pugliese. El sonido, bien distribuido, inundó la  sala, y el público fue capturado por esos acordes mágicos que  penetraban directamente a la memoria, la ilusión y el sentimiento,  despertando un mundo amable en el que cada uno se transformaba  en una parte del polícromo haz de armonía que irradiaban los  instrumentos. Al concluir el último compás, un aplauso premió a  la orquesta. Entonces, salió el animador, un hombre grueso y de  cabello gris. 

—Ahora, mis amigos, tenemos una sorpresa en este medio día  de música porteña —dijo con una voz bien modulada—. El gran  maestro Arturo Volturi, ya retirado, ha accedido a acompañarnos.  Ustedes recuerdan al hombre de las manos mágicas y del  sentimiento hecho tango. ¡Helo aquí! 

Lorenzo y Margarita le acomodaron aún la corbata a Volturi,  y lo empujaron suavemente hacia el escenario. Un gran aplauso  estalló al aparecer el pianista. Él inclinó la cabeza, se sentó ante  el piano y miró a Tarrielli quien ya estaba listo para dirigir. 

El Maestro de Ceremonias anunció: —Para ustedes Sur, letra de Homero Manzi y música de Aníbal Troilo. 

Con el automatismo de toda su vida, los dedos de Volturi  acariciaron las teclas, mientras los demás músicos hacían lo propio  con sus instrumentos. Ante una señal del director, las notas del  tango surgieron límpidas y portentosas. Un joven vocalista, con el  rostro ensombrecido por la barba y el pelo largo, desprendió el  micrófono del soporte, y el recuerdo del arrabal de otros tiempos,  cada vez más lejanos, colmó la Sala.

Sur,  paredón y después…  Sur,  una luz de almacén… 

Ya nunca más me verás como me vieras,  recostado en la vidriera,  esperándote… 

Ya nunca alumbraré con las estrellas nuestra marcha sin querellas por las noches de Pompeya… 

Las calles y la luna suburbana y mi amor en tu ventana… 

Todo ha muerto, ya lo sé… 

Cuando el cantante llegó a la última estrofa, Tarrielli le hizo una seña imperceptible a Volturi y éste ejecutó el solo,  acompañado por los contrabajos y unos acordes de bandoneón.  Luego, el cantante continuó con las otras estrofas hasta concluir. El aplauso que siguió fue estruendoso. Tarrielli elevó una  mano en dirección de Volturi y éste, levantándose, se inclinó ante  el público. Lorenzo y Margarita, como hipnotizados, observaban a su  amigo entre bambalinas, poseídos por la música como los demás  que escuchaban arrobados. 

El animador anunció: —El maestro Volturi se despide con el tango Cafetín de  Buenos Aires, Letra de Enrique Santos Discépolo y Música de  Mariano Mores. 

La historia y el significado de los cafés de Buenos Aires, esos  vastos salones de altos ventanales con vocación de cordial y fiel  refugio, donde los argentinos se reencuentran con sus amigos y sus sueños, arribaron en la voz del cantante. 

¿Cómo olvidarte en esta queja, cafetín de Buenos Aires? 

Si sos lo único en la vida que se pareció a mi vieja.

En tu mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas 

yo aprendí filosofía… dados… timba y la poesía cruel de no pensar más en mi. 

Al terminar el tango, Volturi se puso de pie, miró al público  que no cesaba de aplaudir, se inclinó hacia él una vez y ante  Tarrielli otra, dibujó con la mano una lánguida señal de adiós y  dejó el escenario ante los músicos que, puestos de pie, lo vieron  partir. Margarita lo recibió con lágrimas y se abrazó a él. Lorenzo,  emocionado, sólo musitó: 

—¡Gracias, maestro, muchas gracias! 

Suárez, antes de ingresar a dirigir, se despidió con un apretón  de manos. Tarrielli vino en seguida y abrazó a Volturi. Luego, Margarita tomó del brazo al viejo pianista y los tres  salieron por el largo pasadizo. 

Volturi dijo:  —¿Podríamos ir a un café?  En la esquina, entraron a uno.  

—¿Qué desea servirse, maestro? —preguntó Lorenzo. —Si no te incomoda, ¿podrías pedirme una ginebra doble? Margarita miró alarmada a Lorenzo, pero éste pareció no  advertir el mensaje. 

—¡Con gusto! —admitió—. Y vos, Margarita, ¿qué te servís? —Un café —respondió ella. 

—Yo pediré un vermut. Creo que me lo merezco, ¿no? Mientras el mozo traía el pedido, los tres comentaron las  incidencias del concierto, y, cuando las bebidas estuvieron en la  mesa, Volturi levantó su copa y dijo: 

—¡Brindemos por la vida… y por el tango! 

—¡A su talento y arte, maestro! —añadió Lorenzo. Margarita, con una lágrima resbalándole por la mejilla,  musitó: 

—¡Yo brindo por ustedes, amigos, que, creo, son los únicos que  tengo!

 Volturi pidió otra copa igual. Lorenzo y Margarita, sin decirse  nada ni con los ojos, fingieron tomarlo con naturalidad. La ginebra estimuló los deseos de hablar de Volturi. Recordó  los tiempos en que anduvo por los cafés de Buenos Aires y sus  actuaciones en los cabarets Chantecler de la calle Paraná y La  Enramada de Palermo, donde los mersas de los conventillos y los  barrios pobres, los cabecitas negras de las pensiones, los garufas sentimentales y buenos, los guapos en decadencia y los marineros  invitaban a las mujeres a bailar con un leve movimiento de cabeza,  muchachas y mujeres maduras que iban allí con la esperanza de  hacerse de un partido, y percantas expertas en levantar puntos,  algunas muy comprensivas y cariñosas. Todo eso se había acabado  a mediados de la década del cincuenta, y el tango, languideciendo,  buscó abrigo entre sus leales seguidores, aguardando el momento  de erguirse con nuevas composiciones y letras, y de transmutarse  también en sinfonías y óperas. A él nunca le faltó el trabajo, ni las  minas, por supuesto. Su vida había sido como las letras de los  tangos: ofrendada a la nostalgia, pero vital, unas veces pesimista  y otras iluminada por una tenue luz de confianza en el futuro. Volturi no pudo seguir, porque la embriaguez le sobrevino de  golpe. Lorenzo llamó al mozo y pagó. 

Entre él y Margarita ayudaron a su amigo a levantarse, y en  la puerta detuvieron un taxi. Al llegar al nosocomio, Margarita fue a buscar una silla de  ruedas sobre la que Volturi continuó dormitando. En la sala, le  pusieron el pijama y lo acostaron. 

Pasada la medianoche, Lorenzo tuvo un presentimiento. En la  penumbra, se aproximó a la cama de Volturi y vio que se había ido,  aunque permaneciera allí tendido, en silencio.

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