
ESCRIBE JORGE RENDON VASQUEZ
Casi izado por las dos obesas mujeres, el anciano atravesó la puerta de la sala. Una enfermera les señaló una cama vacía y les impartió algunas instrucciones.
—¡Papá, esperamos que te portés bien! —dijo la que parecía ser mayor, mientras lo acostaba—. Aquí tendrás todo lo que necesités.
—El Doctor nos ha dicho que en menos de dos semanas estarás cero kilómetros —añadió la otra.
El anciano refunfuñó algo, dejó caer la cabeza sobre la almohada y se quedó quieto con la vista puesta en el techo. Las mujeres abandonaron la sala, ante la mirada de los otros diecinueve enfermos, tendidos en sus camas, de esa sala del Hospital Rawson.
El rostro del recién llegado le pareció conocido a Lorenzo Cavallini. Se incorporó en su cama para observarlo, pero sólo advirtió el perfil ajado de un hombre que debía de andar por los ochenta y cinco años, con una barba de algunos días, el cabello blanco y largo, y respirando difícilmente. Su experiencia le dijo que estaba a un paso del estado terminal, y dedujo que sus hijas habían conseguido librarse de él.
De pronto, el nuevo paciente prorrumpió en un discurso de frases incoherentes dirigidas a algún interlocutor imaginario. Calló como si escuchase a alguien y, un instante después, continuó con su réplica.
Era la una y media de la tarde, y los médicos y estudiantes ya se habían retirado. Algunas enfermeras conversaban en la pequeña sala del fondo. Las del turno de la mañana se preparaban para irse y las del turno de la tarde se ponían sus uniformes blancos. A las dos, ingresarían las visitas.
Algo encolerizó al anciano en su diálogo, levantó la voz, y echó la sábana y la frazada a un lado.
El pantalón del pijama se le había bajado y se veía la piel apergaminada de sus piernas. Una ayudante de enfermería se aproximó mascullando algo. Al llegar junto a él, observó alelada su enorme órgano sexual fláccido. Lo cubrió y retornó donde sus compañeras. Les susurró algo y todas, sonriendo, volvieron la vista hacia la cama del anciano.
En esa sala, los veinte pacientes habían sido seleccionados por la gran complejidad de sus dolencias, de manera que los médicos, que eran profesores de la Facultad de Medicina, les enseñasen a sus alumnos los caracteres de sus enfermedades y sus tratamientos.
Las lecciones comenzaban a las ocho de la mañana. Cada profesor rodeado de unos diez estudiantes, todos con inmaculados sacos blancos, se inclinaba sobre el enfermo al que le correspondía el turno, le hacía preguntas sobre su estado y luego lo examinaba de la cabeza a los pies, explicando en la jerga médica los síntomas y probables causas de su enfermedad. Los pacientes, ya habituados a esta rutina y a que los estrujasen las inexpertas manos de cada estudiante, seguían también la disertación del profesor alertas ante los gestos de su rostro, tratando de percibir alguna señal de su verdadero estado. Los profesores y estudiantes sabían que esos enfermos eran casos perdidos y que sólo la sapiencia de los más ilustres maestros podía disputárselos a la parca, filtrándose por alguna rendija descubierta a fuerza de examinarlos.
Cuando un profesor y sus alumnos llegaron a la cama del anciano, éste los miró, abrigando una luz de esperanza en sus pupilas. Respondió lúcidamente sus preguntas, y se dejó auscultar con el estetoscopio. El profesor frunció el ceño y le dijo en voz baja a su ayudante.
—¡Qué raro! Este paciente no parece tener demencia senil, como dice el informe del médico que dispuso su internamiento. Luego, levantando la voz, ordenó los análisis y radiografías del caso.
—¿Cómo estoy, doctor? —preguntó el anciano.
—Para su edad, bien a primera vista —respondió el profesor— . Mañana, trataremos de diagnosticar lo que usted tiene. El profesor y sus alumnos pasaron a la cama siguiente.
Concluida la consulta, Lorenzo se levantó de su cama. Caminaba con dificultad por los devastadores efectos de la diabetes en los dedos de sus pies. Al pasar frente al anciano, se fijó bien en él. Estaba recostado sobre el almohadón y parecía mirar a los demás pacientes de la sala, lejos del aletargamiento de la víspera.
“!Sí, es él! —se dijo asombrado Lorenzo—, ¡el maestro Volturi!”
Llegó al cuarto de baño y pensó: “¡Que viejo está!” Y recordó que hacía años, tal vez veinte o más, no lo veía. Arturo Volturi había sido uno de los grandes pianistas de las orquestas y conjuntos de tango. Él, como un hincha congénito del tango, lo había seguido por años, viéndolo y escuchándolo en los teatros, cabarets y salones de baile. Volturi era en ese tiempo un hombre desbordante de energía y siempre elegante, no muy efusivo, pero sí, respetuoso y serio, y, aunque era casado y tenía un hogar, le atribuían romances con las coristas de moda más bellas. Y, de repente, el maestro Volturi se esfumó de la escena.
Lorenzo se detuvo frente a la cama del anciano y se aventuró a decir:
—¡Maestro Volturi!
El anciano posó su vista en Lorenzo y respondió.
—¡Hola, creía que ya nadie se acordaba de mi!
—Muchos lo recordamos, maestro.
—Gracias, pero el tiempo se me acabó, hace ya muchos años. —Lamento verlo aquí, aunque me siento contento de estar cerca de usted y de poder hablarle, algo que no me hubiera sido posible en otros tiempos, cuando lo veía desde las plateas o las mesas.
—Hoy me siento bien, tal vez por la esperanza de ser curado por los médicos.
—Aquí, los hay muy buenos, maestro, y hasta pueden hacer milagros.
—Ningún milagro puede detener la vejez, y, de haberlo, sólo podría retrasar la muerte por algún tiempo.
—¿Qué pasó con usted? No volvió a aparecer en los escenarios hace muchos años.
—Me fui a Los Ángeles hace veinticinco años, siguiendo a una mujer mucho más joven que yo. Me volví loco por ella y lo dejé todo: esposa, hijas, casa. Diez años viví con ella hasta que me abandonó por viejo y por un norteamericano de su edad que la cortejaba sin darme cuenta y le ofrecía todo lo que tenía. A los setenta y cinco años me fue imposible conseguir trabajo y tuve que volver. Me recibieron mis dos hijas. Su madre había muerto poco tiempo antes.
—Volvió, como en el tango Volver de Le Pera y Gardel, a la Patria y al cariño de sus hijas.
—¿Cariño? ¡Ya quisiera tener una brizna del cariño de alguien! Me recibieron porque regresaba a mi casa y a mis cosas. Son dos solteronas que hicieron causa común con su madre y creen que no merezco su perdón.
—Es muy penoso depender de alguien, maestro.
—Económicamente, no dependo de ellas. Al contrario; ellas dependen de mi. Tengo una pensión de jubilación y otra casa que heredé de mis padres con cuya renta su madre y ellas se mantuvieron mientras estuve ausente. No les gustó mi retorno, porque comencé a administrar esa renta hasta hace unas semanas en que, vencido por la enfermedad, me la quitaron. Para ellas, lo ideal sería que me muera ahora mismo.
Volturi quería hablar, desahogarse con alguien que lo había conocido en sus tiempos de gloria, y se aferraba a Lorenzo, quien lo miraba consternado y confuso sin saber qué decir, escuchando sus confidencias.
—Cuente conmigo, maestro, será para mí un honor que me considere su amigo. Se lo digo aquí adonde no llegan las luces de las marquesinas y las candilejas.
—¡Gracias! Es maravilloso que alguien quiera ser amigo de un viejo a punto de partir. ¿Cómo te llamás?
—Lorenzo Cavallini. Estoy en la primera cama del lado izquierdo. Llevo semanas aquí, confiando en que los médicos detengan la desintegración de mis pies. Ya casi vivo en esta sala; es la tercera o la cuarta vez que regreso.
En los días siguientes, el anciano empeoró. Lorenzo le hablaba, pero le resultaba imposible obtener una respuesta coherente y que lo recordara, pese a que le repetía su nombre, acercándose a su cabecera.
El vecino de Lorenzo, un hombre calvo sobre los cincuenta años con una insuficiencia cardiaca irremediable, le dijo: —¡Dejalo! ¡El tipo está jodido. En cualquier momento se va!
La semana siguiente, en una de esas noches siempre melancólicas en la sala, apenas iluminada por el tenue resplandor de las luces del patio, fallecieron dos pacientes.
Cuando llegaba el coma de un enfermo, casi nadie podía dormir, aunque fingiera hacerlo, recogiéndose sobre sí para ocultarse de la helada presencia de la muerte, hasta que el enfermo cesaba de respirar y sus vecinos llamaban a la enfermera de guardia. Entonces, venían los ayudantes, prendían las luces y retiraban el cuerpo. Luego, las luces eran apagadas, el murmullo tenso y lúgubre cesaba, y los pacientes retornaban a su desconsolada soledad, preguntándose quién sería el próximo.
No obstante, para Volturi nada especial sucedía, entregado, como estaba, a sus delirios.

Una mañana el anciano amaneció lúcido, como si despertara de un plácido sueño. Estuvo comunicativo y afable con las enfermeras. Los médicos y estudiantes conversaron con él todo lo que pudieron, anotando los datos obtenidos en la hoja de su historia.
Cuando Lorenzo se acercó a saludarlo, Volturi lo reconoció y sonrió.
—¿Cómo me dijiste que te llamabas? —le preguntó. —Lorenzo Cavallini, maestro.
—¡Ah, sí, el aficionado al tango!
—Maestro, pasado mañana, al medio día, hay un concierto en el teatro Alvear, a cargo de la Orquesta del Tango de la Ciudad de Buenos Aires, y yo voy a ir. Dirigen los maestros Suárez y Tarrielli.
—Los conocí en otros tiempos. Suárez debe de tener ochenta años ahora. Tarrielli era muy joven; un bandoneón de primera y compositor. Actuamos juntos muchas veces. Eran unos amigos estupendos. Si podés hablarles, dales mis saludos.
Volturi se había animado y movía las manos. Lorenzo se las observó. Eran delgadas, con los dedos largos y la piel indemne al castigo de la edad.
—¿Toca usted siempre el piano, maestro?
—Lo tocaba hasta hace poco. Tengo el mío en mi casa, en la sala de la planta baja; es un buen piano de cola Steinway.
El domingo por la mañana, Lorenzo recuperó su ropa del armario, se acicaló, alisó su rubia cabellera y se perfumó. A sus cincuenta y cinco años, su espíritu perspicaz, curioso y franco no había dejado de asomarse a sus ojos claros. Añadió a su traje gris oscuro una chalina blanca y, sobre las diez, dejó la sala.
En la Plaza Constitución, compró su diario favorito en un quiosco y abordó un ómnibus. Descendió en el cruce de las avenidas Callao y Corrientes, y bajó por ésta en dirección al Obelisco. Se detuvo frente al bar La Giralda y entró a hacer tiempo. Se instaló junto a una ventana, pidió un café y se puso a leer el diario. De cuando en cuando, su vista recorría, displicente, los teatros de vodevil, las inmensas librerías con sus estantes y mesas repletos, los negocios diversos con sus escaparates siempre iluminados, y el inagotable torrente de viandantes y vehículos en esa vía de sempiterna fantasía.
A las once y media, se levantó y enfiló al teatro Presidente Alvear. En el hall, una multitud de hombres y mujeres, devotos nostálgicos del tango, intercambiaban sus impresiones y noticias. Lorenzo se sintió cómodo al integrarse a esa fiel comunidad. Saludó a algunos conocidos y, luego, le dijo a un empleado del teatro:
—Quisiera hablar con los músicos. ¿Me indica el camino? —Vaya por la pequeña puerta de la izquierda y siga por el pasillo.
Lorenzo avanzó hacia el fondo y se encontró en una sala contigua al escenario, donde esperaban varios hombres sentados con sus instrumentos. Los observó y reconoció a varios que habían venido actuando a lo largo de muchos años. En un grupo vio a Tarrielli. Lorenzo se acercó y le dijo:
—Me permite unas palabras, maestro.
—¡Sí, cómo no! —respondió el músico, volviéndose hacia él. —Es para mí un honor poder hablarle y no sé cómo decirle lo que me ha traído hasta aquí.
—Pero, no faltaba más. Dígamelo con entera confianza.
Estamos entre amigos del tango, ¿no es cierto?
Reconfortado por esta expresión, Lorenzo le contó a Tarrielli el drama de Volturi y concluyó:
—Tal vez esté jugando sus descuentos y su partido podría terminar en cualquier momento, muy pronto. Quisiera pedirle algo que quizás usted pueda hacer.
—Dígamelo y, si está a mi alcance, lo haré.
—Sería lindo que Volturi se reencuentre con el público aquí, con este auditorio que sabe de tango y que, con toda seguridad, lo conoce.
—No es usual lo que usted me pide, pero tampoco es usual morirse. Sí. Que venga y tendrá una cabida. ¿Le parece que podrá tocar?
—Lo peor que podría ocurrirle es que no llegue al próximo concierto. Pero, aun así, saber que usted lo llama lo hará feliz. Yo me encargaré de traerlo. A última hora, si Volturi no pudiera subir al escenario, por lo menos pasará un buen rato con sus antiguos colegas.
El concierto, compuesto por una selección de todas las épocas, duró una hora y media. Dirigieron los maestros Orlando Suárez como estilista del tango tradicional y Néstor Tarrielli como especialista del tango más reciente.
Cuando retornó al hospital, Lorenzo se decepcionó al ver a Volturi desvariando. Se dijo que tendría que esperar que le llegara la lucidez, como se aguarda el buen tiempo para una excursión campestre. La espera duró dos días. Al despertar, Volturi preguntó:
—¿Ya se fueron ésas?
—¿Sus hijas? Hace rato, maestro —respondió Lorenzo. —¡Que bueno! ¡Me tienen harto!
Al constatar que Volturi lo entendía, Lorenzo continuó: —El maestro Tarrielli me ha encargado saludarlo y decirle que lo invita a acompañar a la Orquesta del Tango de la Ciudad de Buenos Aires con algunas piezas en el concierto del próximo domingo.
—No creo que pueda ir, aunque me agradaría estar allí. —Yo sí creo que usted podrá ir; yo lo llevaré.
—Gracias, Lorenzo. Hacés por mi lo que ni un hijo haría. Pero, no tengo un traje apropiado.
—No se preocupe por eso, yo lo arreglo.
Para sorpresa de los médicos y estudiantes, Volturi se mantuvo lúcido y alentado en los días siguientes.
El jueves, una vez concluida la visita médica, Lorenzo abordó a Margarita, una enfermera que frisaba los cuarenta años, soltera, magra y un poco renegona pero buena gente, con quien había comenzado a entenderse. Le contó lo que pensaba hacer.
—¡Estás loco Lorenzo! Ese enfermo desbarra la mayor parte del tiempo y está muy débil. ¡Si no fallece antes del domingo, no creo que llegue ni a la Plaza Constitución!
—Yo sí creo que podrá enfrentar el desafío. ¡Miralo como está ahora!
—¡Sí, claro!, pasa por un buen momento, pero, ¿cuánto le durará?
—No importa lo que ocurra hasta el domingo. De todos modos, quisiera que me ayudés.
—Pero, ¿cómo?
—Preparándolo físicamente. Vos sabés mucho de estas cosas y yo diría que más que los médicos.
—Exagerás. Sin embargo, veré lo que puedo hacer ¿A qué hora pensás sacarlo el domingo?
—A las diez y media de la mañana.
Margarita asumió su compromiso con la seriedad y la responsabilidad de quien debía cumplir una tarea de vida o muerte. Veló por el tratamiento y la alimentación del paciente, prodigándole expresiones amables y alegres.
Consciente de que se preparaba para una gran prueba, Volturi cooperaba con un buen talante, y obedecía sin rezongar las indicaciones de los médicos y las enfermeras.
El sábado por la tarde, Lorenzo salió del hospital y retornó con un atuendo completo, como para presentar a un músico novel en su debut.
Margarita llegó a las ocho de la mañana del domingo, ataviada con un traje sastre y, de inmediato, se hizo cargo de la atención de Volturi. Siguiendo el consejo de un médico, le preparó un brebaje energético y le dio una pastilla para estimular su ritmo cardiaco.
Volturi se reanimó y se sintió joven de nuevo. Lorenzo y Margarita ducharon y afeitaron a Volturi, le arreglaron el cabello y lo vistieron, y, ante la estupefacta mirada de los demás enfermos y contando con la momentánea ausencia comprometida de las dos enfermeras de turno, abandonaron la sala. Era un día espléndido de primavera, con un sol radiante y un cielo azul intenso.
En la puerta del hospital abordaron un taxi y le indicaron al conductor. —¡Al teatro Alvear!

El público llenaba el hall de entrada. Parecía ser más numeroso que el domingo anterior. Algunos reconocieron a Volturi y lo saludaron. Él respondió inclinando la cabeza y esbozando una sonrisa. Los tres se encaminaron por el vestíbulo hacia el fondo.
Al advertir la presencia de Volturi, varios músicos de edad madura se acercaron y lo saludaron efusivamente. —¡Maestro! —dijo uno de ellos—, lo vemos después de muchos años. Encantado de tenerlo aquí, como antes.
El anciano, erguido, sonrió y estrechó la mano de su colega. —Anduve lejos —les informó—, pero he vuelto, aunque sea sólo para saludar a mis viejos compañeros de trabajo. Desde el otro lado de la sala, se acercaron Tarrielli y Suárez. —Arturo, pero, si estás igual, pese a los años —Suárez le extendió la mano, sonriendo.
—¿Te parece? ¡Mirá que los años son los años!
Tarrielli estudiaba en silencio al pianista, quien, al darse cuenta de ello, dijo.
—Estoy como antes, como siempre, ya lo verán.
—No lo dudo —aseveró Tarrielli—. Después del primer tango nos acompañás con dos. ¿Te parece bien Barrio de Tango y Cafetín de Buenos Aires?
—¡Buena selección!
—Las partituras están sobre el piano.
—Si me hacen falta, las abriré.
—Como siempre, Arturo, seguís siendo el de la memoria prodigiosa, no de elefante, porque siempre fuiste muy delgado. —¡Decí más bien elegante!
—¡Y enamorado! ¡A causa de ellas, claro! —Tarrielli le guiñó un ojo.
Un timbrazo anunció que la función estaba por comenzar. El público abarrotaba la platea y las demás localidades, y seguía ingresando a la enorme sala donde se confundía en un solo murmullo.
A las doce y treinta, las luces languidecieron hasta apagarse, llevándose las voces del público. El cortinaje se separó y aparecieron en el proscenio iluminado los treinta músicos, ya listos con sus instrumentos.
Desde la izquierda avanzó Suárez. Saludó al público y, volviéndose, bajó la batuta y la orquesta arrancó con el tango La Yumba de Osvaldo Pugliese. El sonido, bien distribuido, inundó la sala, y el público fue capturado por esos acordes mágicos que penetraban directamente a la memoria, la ilusión y el sentimiento, despertando un mundo amable en el que cada uno se transformaba en una parte del polícromo haz de armonía que irradiaban los instrumentos. Al concluir el último compás, un aplauso premió a la orquesta. Entonces, salió el animador, un hombre grueso y de cabello gris.
—Ahora, mis amigos, tenemos una sorpresa en este medio día de música porteña —dijo con una voz bien modulada—. El gran maestro Arturo Volturi, ya retirado, ha accedido a acompañarnos. Ustedes recuerdan al hombre de las manos mágicas y del sentimiento hecho tango. ¡Helo aquí!
Lorenzo y Margarita le acomodaron aún la corbata a Volturi, y lo empujaron suavemente hacia el escenario. Un gran aplauso estalló al aparecer el pianista. Él inclinó la cabeza, se sentó ante el piano y miró a Tarrielli quien ya estaba listo para dirigir.
El Maestro de Ceremonias anunció: —Para ustedes Sur, letra de Homero Manzi y música de Aníbal Troilo.
Con el automatismo de toda su vida, los dedos de Volturi acariciaron las teclas, mientras los demás músicos hacían lo propio con sus instrumentos. Ante una señal del director, las notas del tango surgieron límpidas y portentosas. Un joven vocalista, con el rostro ensombrecido por la barba y el pelo largo, desprendió el micrófono del soporte, y el recuerdo del arrabal de otros tiempos, cada vez más lejanos, colmó la Sala.
Sur, paredón y después… Sur, una luz de almacén…
Ya nunca más me verás como me vieras, recostado en la vidriera, esperándote…
Ya nunca alumbraré con las estrellas nuestra marcha sin querellas por las noches de Pompeya…
Las calles y la luna suburbana y mi amor en tu ventana…
Todo ha muerto, ya lo sé…
Cuando el cantante llegó a la última estrofa, Tarrielli le hizo una seña imperceptible a Volturi y éste ejecutó el solo, acompañado por los contrabajos y unos acordes de bandoneón. Luego, el cantante continuó con las otras estrofas hasta concluir. El aplauso que siguió fue estruendoso. Tarrielli elevó una mano en dirección de Volturi y éste, levantándose, se inclinó ante el público. Lorenzo y Margarita, como hipnotizados, observaban a su amigo entre bambalinas, poseídos por la música como los demás que escuchaban arrobados.
El animador anunció: —El maestro Volturi se despide con el tango Cafetín de Buenos Aires, Letra de Enrique Santos Discépolo y Música de Mariano Mores.
La historia y el significado de los cafés de Buenos Aires, esos vastos salones de altos ventanales con vocación de cordial y fiel refugio, donde los argentinos se reencuentran con sus amigos y sus sueños, arribaron en la voz del cantante.
¿Cómo olvidarte en esta queja, cafetín de Buenos Aires?
Si sos lo único en la vida que se pareció a mi vieja.
En tu mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas
yo aprendí filosofía… dados… timba y la poesía cruel de no pensar más en mi.
Al terminar el tango, Volturi se puso de pie, miró al público que no cesaba de aplaudir, se inclinó hacia él una vez y ante Tarrielli otra, dibujó con la mano una lánguida señal de adiós y dejó el escenario ante los músicos que, puestos de pie, lo vieron partir. Margarita lo recibió con lágrimas y se abrazó a él. Lorenzo, emocionado, sólo musitó:
—¡Gracias, maestro, muchas gracias!
Suárez, antes de ingresar a dirigir, se despidió con un apretón de manos. Tarrielli vino en seguida y abrazó a Volturi. Luego, Margarita tomó del brazo al viejo pianista y los tres salieron por el largo pasadizo.
Volturi dijo: —¿Podríamos ir a un café? En la esquina, entraron a uno.
—¿Qué desea servirse, maestro? —preguntó Lorenzo. —Si no te incomoda, ¿podrías pedirme una ginebra doble? Margarita miró alarmada a Lorenzo, pero éste pareció no advertir el mensaje.
—¡Con gusto! —admitió—. Y vos, Margarita, ¿qué te servís? —Un café —respondió ella.
—Yo pediré un vermut. Creo que me lo merezco, ¿no? Mientras el mozo traía el pedido, los tres comentaron las incidencias del concierto, y, cuando las bebidas estuvieron en la mesa, Volturi levantó su copa y dijo:
—¡Brindemos por la vida… y por el tango!
—¡A su talento y arte, maestro! —añadió Lorenzo. Margarita, con una lágrima resbalándole por la mejilla, musitó:
—¡Yo brindo por ustedes, amigos, que, creo, son los únicos que tengo!
Volturi pidió otra copa igual. Lorenzo y Margarita, sin decirse nada ni con los ojos, fingieron tomarlo con naturalidad. La ginebra estimuló los deseos de hablar de Volturi. Recordó los tiempos en que anduvo por los cafés de Buenos Aires y sus actuaciones en los cabarets Chantecler de la calle Paraná y La Enramada de Palermo, donde los mersas de los conventillos y los barrios pobres, los cabecitas negras de las pensiones, los garufas sentimentales y buenos, los guapos en decadencia y los marineros invitaban a las mujeres a bailar con un leve movimiento de cabeza, muchachas y mujeres maduras que iban allí con la esperanza de hacerse de un partido, y percantas expertas en levantar puntos, algunas muy comprensivas y cariñosas. Todo eso se había acabado a mediados de la década del cincuenta, y el tango, languideciendo, buscó abrigo entre sus leales seguidores, aguardando el momento de erguirse con nuevas composiciones y letras, y de transmutarse también en sinfonías y óperas. A él nunca le faltó el trabajo, ni las minas, por supuesto. Su vida había sido como las letras de los tangos: ofrendada a la nostalgia, pero vital, unas veces pesimista y otras iluminada por una tenue luz de confianza en el futuro. Volturi no pudo seguir, porque la embriaguez le sobrevino de golpe. Lorenzo llamó al mozo y pagó.
Entre él y Margarita ayudaron a su amigo a levantarse, y en la puerta detuvieron un taxi. Al llegar al nosocomio, Margarita fue a buscar una silla de ruedas sobre la que Volturi continuó dormitando. En la sala, le pusieron el pijama y lo acostaron.
Pasada la medianoche, Lorenzo tuvo un presentimiento. En la penumbra, se aproximó a la cama de Volturi y vio que se había ido, aunque permaneciera allí tendido, en silencio.
