
ESCRIBE FABIAN ARIEL GEMELOTTI
De chico era muy travieso, muy inquieto y curioso. Vivíamos en Barrio Azcuénaga a cinco cuadras del Club Libertad. Ese fue mi barrio de la infancia, un barrio que amo.

Corría el año 1980 y con Golato, el Pichi y Daniel nos subíamos a los árboles a jugar a las piedras. Piedras van piedras vienen y la guerra era total. Como en esa magnífica novela «La guerra de los Botones», éramos indisciplinados y muy peleadores. Nos gustaba provocar.

Había una casa en una cortada donde se comentaba que vivía una bruja. Era un mito barrial y el relato oral de esa bruja corría de voz en voz y los chicos sentíamos curiosidad. Una tarde corre la voz que la bruja murió. Era una vieja solitaria que vivía en una casa negra y sucia. Un caserón que parecía salido de un relato de Poe. Pero esa tarde se corre la voz de su muerte. Los vecinos se acercan a la propiedad y ven a la morguera retirando el cadáver. Una sábana blanca tapaba el cuerpo muerto ahí en la camilla. Se llevan a la muerta. Y los vecinos se miran entre sí y vuelven a sus casas.
Nosotros empezamos a jugar a la pelota en la puerta de la casa de la bruja muerta. Y Daniel nos dice: «entremos a ver, puede haber plata y joyas». La vieja no tenía familia conocida, era sola. El razonamiento de Daniel era bueno, podía haber dinero escondido y oro. Así que Daniel, Pichi, Golato y yo entramos al jardín y queremos abrir la puerta. Esta estaba cerrada. Las ventanas no pudimos forzarlas tampoco. Así que nos trepamos a un palo de la luz pegado a la casa (arriesgando nuestras vidas de quedar pegados) y así subimos a la terraza. Vemos la claraboya y con un ladrillo rompemos los vidrios y nos metemos por el agujero y así descendemos a la propiedad. La obscuridad era total. Palpando tocamos el botón de la luz y lo prendemos. Y empezamos a revisar cajones y todo lo que sea revisable. Nada. Pero Daniel, un chico muy inteligente, empieza a palpar y empujar una pared. Esta se abre y una habitación amplia aparece.

Ingresamos y vemos un altar. En el altar estaba un Cristo crucificado manchado de sangre y a los pies un gato muerto. Pero al costado del altar había pulseras de oro y cuatro monedas también de oro. Daniel agarra los collares y las monedas y se los guarda en los bolsillos y se decide que él las tenga hasta poder vender todo.
Ahí comienza los sucesos que tanta desgracia trajeron.
A los cinco días me llama Daniel por teléfono a la noche. Mi madre asustada me dice que es urgente. Atiendo y Daniel me dice: «tengo miedo Fabián, estaba durmiendo y me tocaron los pies y al prender la luz no había nadie». Cuelgo y no le doy importancia al asunto. Estaba durmiendo y siento voces en la habitación. Prendo la luz y no veo a nadie.
A la mañana en la escuela Daniel me aborda en el recreo largo y me dice que lo acompañe al baño que quiere mostrarme algo. En el baño se sube el delantal y la remera y veo tres marcas en su piel. Eran rojas. Así pasan los días y en cada recreo Daniel me muestra su cuerpo, que empieza a llenarse de marcas rojas. Pichi, Golato y yo no teníamos marcas, pero Daniel su cuerpo ya estaba marcado de los pies a la cabeza. Los padres lo llevan a médicos, nadie puede curarlo. Nadie entiende lo que le pasa.
En el barrio había una vieja curandera, doña Rosa, una mujer que tiraba las cartas. Con los chicos vamos de la mujer y primero no quiere atendernos, pero le suplicamos y Daniel se levanta la remera y doña Rosa al ver su cuerpo nos hace pasar. Y la mujer empieza a temblar y nos mira y nos dice: «las cuatro monedas de oro, son las marcas de San Juan».
No entendemos nada, y la mujer nos hace sentar y nos narra una historia: «chicos escuchen bien, la tradición bíblica dice que Judas traicionó a Jesús por monedas de plata, pero no es así chicos. Jesus es traicionado por Juan no por Judas, por cuatro monedas de oro. Estas monedas fueron enterrados con Juan a su muerte. Una orden satánica las recupera en 1667 y nombra guardianes de las monedas. Estas monedas serán el detonante del Apocalipsis. Satán adquiere fuerza al tenerlas. La bruja que murió el otro día era la última guardiana de las monedas de Juan».
Nos miramos entre nosotros y nos asustamos y le decimos qué podemos hacer para librar a Daniel de las marcas. Aparte sentíamos miedo por nosotros también, aunque nunca tocamos las monedas. La mujer nos mira a los ojos y nos dice: «lo único que pueden hacer es volver a esa casa y dejar las monedas donde estaban y prender fuego a la propiedad».
Nosotros volvimos a la propiedad y dejamos las monedas en la habitación oculta y tiramos gasolina y prendimos fuego. Fue un incendio que todo el barrio comentó.
Hace años que no veía a Daniel. Lo vi ayer a la tarde. Estaba tan bello como siempre y su rostro luminoso. Lo vi bajar de un auto muy caro y ropa blanca y joyas. Lo miré bien, porque no podía entender su prosperidad económica. Era un chico pobre y sin futuro. El me mira y me reconoce y levanta el brazo y me saluda y colgada en su mano veo el llavero del auto con cuatro monedas doradas que cuelgan y se agitan. Y Daniel me grita fuerte: «es el día, el Apocalipsis de Juan ha llegado».