
POR JORGE RENDON VASQUEZ
Nada había cambiado en la casa aquella mañana, cuando Valentín se dispuso a partir, llevando su envejecido cuaderno en el que reproduciría, como un diminuto relato, la intrascendente noticia de un pariente llegado del interior. Sofía, su esposa, se atareaba corrigiendo las pruebas de sus alumnos particulares, con las que añadía unos pesos a su pensión de jubilada. En la cocina, la vajilla usada en la cena de la víspera esperaba dentro del lavadero la acción de Lucía, la doméstica que venía por horas. Eran las nueve de la mañana.
—¡Andá, mi amor! —le dijo Sofía, y Valentín, como si hubiese estado aguardando esa orden, abandonó el departamento. Frente al ascensor, oprimió el botón. La cabina sólo traía a una vecina del piso veintiuno. La saludó apenas y ella murmuró algo a desgana.
Tras cruzar el vestíbulo de la planta baja, Valentín fue absorbido por la avenida Rivadavia, repleta de viandantes y de un río de vehículos que subía hacia el oeste. Tampoco nada había cambiado en esa columna vertebral de la ciudad: la misma multitud en movimiento, los mismos negocios y sus vitrinas bien dispuestas e iluminadas, los mismos ambulantes con sus baratijas exhibidas sobre el piso y los ojos alerta, tratando de detectar l presencia de algún inspector municipal, las mismas chicas distribuyendo volantes de alguna casa comercial o de alguna agencia de locación de vehículos.
Confundido con la gente, llegó al cruce con la avenida José María Moreno y se detuvo ante la luz roja. Y fue, en ese momento, cuando vio o creyó ver a alguien que, él supo de inmediato, no pertenecía a ese barrio que consideraba su pertenencia natural. El cuerpo extraño era un hombre de su edad aproximadamente, de talla similar a la suya, de cabello cano y largo, y de andar más desenvuelto. Pensó que se dirigiría a la izquierda, a soterrarse en el paradero del tren subterráneo con el flujo humano que se desbordaba por las escaleras; pero siguió de largo hacia el Parque Rivadavia; y, entonces, le pareció que el hombre lo había atisbado con una sonrisa fugaz, maliciosa y atrevida. Lo vio internarse en los pasadizos formados por los quioscos de libros de ocasión, mirando al desgaire uno que otro libro, y avanzar hacia el centro del Parque, seguido por un extraño airecillo que hizo flotar las tempranas hojas del otoño.
Valentín saludó a un librero y luego a otro. Era su diaria rutina, hacía ya una década, desde que su esposa decidió que él debía jubilarse. No encontró nada interesante y siguió caminando con sus despreocupados y cansinos pasos. Al otro extremo del arbolado Parque, salió a la avenida Rivadavia y tres cuadras más allá ingresó al café La Plata.
Nadie se había instalado a su mesa, lo cual era también normal. Pidió un café al mismo mozo que había encontrado allí cuando se apropió de ese sitio. Abrió su cuaderno y, bolígrafo en mano, buscó la manera de comenzar su relato. Dejó vagar la mirada por las mesas y los parroquianos, la mayor parte jubilados con los periódicos del día desplegados o conversando en parejas o en grupos. Quedó pasmado: en el lado opuesto, divisó al hombre a quien había singularizado entre la muchedumbre, sentado a una mesa y escribiendo en un cuaderno, como una imagen especular de sí. Lo hacía tranquilamente con una taza de café al lado. Valentín lo observó con cierta preocupación. Ese hombre no pertenecía al torrente humano que él conocía. Ahora estaba seguro de ello. Su inquietud fue en aumento. No pudo concentrarse y, por lo tanto, no logró escribir ni una línea.
Un poco antes de la hora a la que él se levantaba, cerca de las doce, el hombre cerró su cuaderno y se marchó.
Valentín llegó a su departamento, resoplando por la caminata. La mesa estaba ya puesta, como todos los días. Su esposa advirtió su semblante sombrío y quiso saber la causa. Pero él nada le dijo e inventó una excusa.
Al día siguiente, cuando Valentín llegó al cruce de las Avenidas Rivadavia y José María Moreno, el hombre surgió de nuevo de la multitud, con su rostro anguloso, como una sonriente aparición fantasmal, y la misma mirada burlesca dirigida hacia él, y le tomó la delantera. Hizo un recorrido semejante al del día anterior. Lo observó alejarse, como empujado por el viento del otoño, y lo perdió de vista, pero al ingresar al café La Plata lo encontró instalado ante la misma mesa, escribiendo en su cuaderno.
Valentín sospechó entonces que ese intruso no podía estar allí por una jugada del azar y barruntó un lábil anuncio de peligro. Pero, ¿quién era? ¿de dónde venía? ¿por qué había escogido la misma ruta y el mismo café donde él se había afincado y ejercía su señorío? Y lo más inquietante: ¿por qué lo fisgaba, de cuando en cuando, con esa sonrisa que se le antojaba sardónica? Ni su afilado rostro con sus cejas terminadas en punta, ni su oscura ropa le suministraban alguna pista. Por su edad se diría que era también un jubilado. Valentín abrió su cuaderno y contempló su mano inmóvil con el bolígrafo. ¡No! ¡No podía escribir! ¡Su tranquilidad había fugado, arrastrando a su imaginación! A las doce, el misterioso individuo se levantó y salió del café.
Sofía lo recibió con la dosis habitual de ternura que él necesitaba.
—¿Está todo bien? —le preguntó.
—¡No! ¡No todo está bien!
Y Valentín la puso al corriente de la presencia del insólito personaje.
—Pero, mi amor —le dijo Sofía—, si tanto te preocupa ese hombre, lo primero que deberías hacer es abordarlo. —Ni se me ocurrió hacerlo. Además, camina más rápido que yo.
—Entonces, hablá con los Ridler.
—Creo que sí. Tal vez ellos me sugieran alguna idea. El encuentro con los dos hermanos Ridler se celebró al día siguiente, que era sábado, a las diez de la mañana, en el café donde siempre se reunían. Ambos eran viejos amigos que, como él, habían pasado los setenta años, ostentaban una obesidad inconveniente pero inevitable y también eran jubilados. Ni uno ni otro había sido dotado de la vocación literaria que animaba la vida de Valentín, aunque sentían como un deber natural oír la lectura de sus opúsculos y oficiar, con la mayor gravedad, de sus únicos e indulgentes comentaristas.
Escucharon atentamente el relato de Valentín acodados a la mesa y enarcaron las cejas cuando él llegó a sus juicios alarmantes.
—¡Es inaudito! —exclamó el mayor de los Ridler.
—¡Debemos hacer algo! —dijo el otro.
—Pero ¿qué? —Valentín trasladaba su mirada anhelante de
uno a otro de sus amigos.
—¡Ah, ya sé! —concluyó el mayor de los Ridler, recuperando la iniciativa con la que solía imponerse en la conversación—. ¡Vamos a cazarlo!
—¿A cazarlo? —interrogó el otro Ridler.
—¡Claro! Somos tres. Lo seguiremos y lo atraparemos en el centro del Parque y allí lo interpelaremos—. Y buscó los ojos de Valentín en procura de su aquiescencia.
Éste suspiró aliviado y asintió, con lo cual la cacería quedó autorizada.
Antes de las ocho de la mañana del lunes siguiente, los Ridler y sus esposas llegaron al departamento de Valentín donde Sofía los esperaba con el café listo. Los visitantes vestían ropas deportivas y zapatillas, apropiadas para la cacería. Sofía le impuso a Valentín una campera larga y zapatillas, que no diferían mucho de las usadas por los Ridler, para no despertar sospechas, según dijo ella.
Hasta donde pudo recordar, Valentín trató de ser lo más objetivo posible en la descripción del intruso, y todos, particularmente las mujeres, aportaron sus copiosas ideas para la ejecución del operativo. Cada uno debía estar a unos treinta metros del otro, de manera de no perderse de vista y de cubrir todo el espacio de la avenida Rivadavia, de los cruces, de las calles transversales y del gran Parque. Valentín iría por delante, como un señuelo.
Al llegar a la esquina donde el intruso había aparecido, no lo vieron. Se miraron extrañados y prosiguieron hacia el Parque. En el área de los vendedores de libros de viejo tampoco distinguieron a su presa. Intrigados, otearon el Parque y avanzaron hacia el centro de éste. Algunos jubilados, en parejas o solos, habían tomado ya posesión de las bancas, unos cuantos hombres y mujeres de diferentes edades, vestidos con trajes deportivos, caminaban a paso vivo por los pasajes, y no pocos se dejaban tironear por sus perros. La efigie ecuestre de Bolívar mantenía su vista de bronce fija en los edificios del frente.
Y, de pronto, los cazadores se encontraron en el otro extremo del Parque. Una sombra de desconfianza nubló el rostro de las mujeres al observar a Valentín, como pidiéndole explicaciones. Más avezado, el mayor de los Ridler propuso continuar, separándose en dos grupos: uno debía ir por la calle Rosario y el otro por la avenida Rivadavia; se encontrarían en la puerta del café La Plata. Valentín asintió y reanudaron la marcha.

Unos diez minutos después, los seis arribaron al punto de encuentro. Ninguno había visto al intruso. Sólo les quedaba buscarlo al interior del café. La irrupción por las puertas fue simultánea y permanecieron tras ellas, llevando la vista de mesa a mesa. Cuando la inspección concluyó, el desencanto y la cólera afloraron a sus semblantes. El hombre no estaba allí.
Ayudaron al mozo a juntar dos mesas y se ubicaron ante ellas. —Tal vez el sujeto tuvo un contratiempo —aventuró la mujer del mayor de los Ridler.
—Podría ser eso —dijo la mujer del otro hermano—. A un jubilado, cualquier cosa puede pasarle.
—Como quiera que sea, proseguiremos mañana —declaró Valentín.
El mozo, de pie junto a ellos, esperaba sus pedidos. —¡Café! —dijeron todos.
—¡Espere! —ordenó de repente Valentín—¿Podría decirnos si el señor que se sentaba a la mesa del rincón ha venido hoy? —Y señaló ese sitio.
—¡Vienen tantos! —respondió el mozo.
—Estuvo anteayer y ayer. Escribía en un cuaderno y permaneció unas tres horas, como yo —añadió Valentín. —¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo. ¡No! Hoy no ha venido. Pero el viernes olvidó su cuaderno. Lo recogió mi compañero y lo entregó al cajero.
Un destello de inspiración asomó en la mirada del mayor de los Ridler.
—¿Es un cuaderno de notas, supongo? —dijo—. No es un documento personal.
—No creo que lo sea.
—¿Podríamos verlo, entonces? Nos habíamos citado con él para hablar sobre ese cuaderno, precisamente.
—No veo ningún inconveniente.
El mozo se acercó al puesto del cajero y retornó con el cuaderno.
—¡Aquí lo tienen! —y colocó el cuaderno sobre una mesa.

Valentín lo tomó de inmediato. Los demás se colocaron tras él, expectantes. Valentín abrió el cuaderno: la primera página estaba en blanco y las siguientes también. Los ceños de todos se fruncieron.
—¡Seguí pasando! —urgió el mayor de los Ridler.
Valentín llegó a la última página. En ella sólo se veía unas cuantas líneas escritas con un trazo ya muy desvaído, como si estuviera desapareciendo
—¡Leélas! —dijeron las tres mujeres a la vez.
Valentín leyó el párrafo con cierta dificultad en voz alta: “¡Qué ironía! Ustedes se han propuesto cazarme, a mí precisamente, y encima juzgarme, como un nuevo Tribunal de la Inquisición, sin duda, porque disfrutan aún de excelente salud. Yo vine sólo por uno de ustedes, pero constato que se me ofrecen ahora seis, lo que no deja de turbar el propósito que me trajo por aquí. Volveré en otro momento, y, entonces, el que elija no podrá rehuir mi invitación a seguirme.”