
POR ALBERTO CORTES
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta 1991 el mundo vivió la llamada “Guerra Fría”, en la cual dos superpotencias (la U.R.S.S. y los EE.UU.) poseían numerosas armas nucleares, montadas en general sobre misiles –algunos intercontinentales – apuntados desde cada una de ellas (o sus naves y aeronaves), hacia la otra.
El carácter hiperdestructivo –para ambas– de una eventual guerra nuclear inhibía a las dos partes de comenzarla y se tomaban –y se toman– innumerables –que no es sinónimo de suficientes– precauciones para evitar que la misma estalle, especialmente por error. Esto debido al carácter irreversible de cualquier ataque nuclear y su segura reacción en cadena de ataques y represalias del mismo tipo. Esa irreversibilidad no era propia de las acciones militares y armas disponibles con anterioridad a 1945. Así y todo, se estuvo varias veces cerca del holocausto nuclear que afortunadamente no se produjo. Al menos hasta ahora. De ahí el nombre de “fría” de la guerra, al no haber enfrentamiento militar directo entre los principales contendientes. Lo que sí se producían eran numerosas guerras “calientes” locales, ora civiles, ora entre países, protagonizadas por fuerzas o países aliados de cada superpotencia.
Existían dos bloques ideológicos, con proyectos de sociedad enfrentados y todo lo que pasaba en cualquier parte del mundo, aunque se originara en cuestiones locales de muchos terceros países, tendía a ser interpretado automáticamente por los grandes contendientes como episodio de ese gran conflicto global. Así, por ejemplo, cualquier demanda en países capitalistas por derechos sociales o económicos era sospechada con mucha frecuencia de “comunista”, al igual que los gobiernos que no se alinearan incondicionalmente con Washington. En el campo socialista, protestas o críticas contra aspectos del sistema, solían ser vistas casi siempre como instigaciones por agentes norteamericanos. Lo cual a veces era cierto y otras no.
Ese mundo terminó. Lo sucedió otro donde la única superpotencia eran los EE.UU., que hicieron lo que quisieron en cualquier rincón del planeta por una, y casi dos décadas, superando los más ambiciosos sueños de Adolfo Hitler que, a lo sumo, se proponía conquistar Europa y compartir con otras potencias imperialistas el control del resto del globo.
Ahora, en especial desde la crisis de 2008, estamos en otra etapa: La del desarrollo de un mundo multipolar donde esa hegemonía norteamericana absoluta se ha ido perdiendo. Emerge China como principal competidor tecnológico y económico que ya supera a EE.UU. en varios aspectos, y se desarrollan al mismo tiempo potencias regionales con juego propio, comenzando con la misma Rusia, heredera de la U.R.S.S., en especial de su poderío militar y nuclear; la India, Turquía, Irán. También, otras más subordinadas a EE.UU., pero con posibilidades de juego propio en algún momento, si tuvieran la voluntad: La Unión Europea, Japón, Corea del Sur.
En Argentina, y también en algunos otros países, como España y Perú, se ha desarrollado una derecha política que no actúa como si estuviera en 2021, sino en la etapa de la guerra fría. Y cercana en su ideología a los sectores más simplistas y recalcitrantes de esa etapa, además.
Así, acusan de “comunista” a cualquiera que proponga reformas mínimas como aumentar la intervención estatal en la economía de cualquier manera. Incluso el mero cobro de impuestos. Esto no tiene ni pies ni cabeza y pareciera ignorar las numerosas formas y grados de intervención del Estado en la economía en numerosos países que nadie en su sano juicio sospechó nunca de siquiera socializantes. La fábrica de automóviles Renault, en Francia, por ejemplo, fue estatal durante más de cuatro décadas, tras la segunda guerra. Numerosos sistemas de transporte público y otros servicios son estatales en muchos países capitalistas.
El fracaso del neoliberalismo en el gobierno que se ha evidenciado en las últimas décadas en varios países latinoamericanos, y especialmente con el macrismo en la Argentina, ha dejado a la derecha sin programa de gobierno mínimamente presentable, o defendible ante la mayoría de los electores. Las evidencias frescas de sus niveles de corrupción debilitan también ese argumento como arma contra otros. Se apela entonces al miedo como única forma posible de mantener nucleada a una parte de la sociedad que llegaron a convocar al punto de haber ganado en 2015.
Hay señales fuertes de que esta versión de la derecha, que hizo mucho ruido, especialmente durante la pandemia, ha entrado en declive. No sólo en Argentina, sino también en otros países. En Francia, el partido de Marine Le Pen ha sufrido una derrota catastrófica en las elecciones regionales de esta semana, fortaleciéndose la derecha clásica y, en las municipales y los territorios de ultramar, la izquierda. Tras la derrota de Trump, crece el aislamiento de Bolsonaro. Ni Almagro en la O.E.A. quiere recibir a los enviados de Keiko Fujimori. En Colombia, Iván Duque ya lleva más de dos meses continuos de masivas movilizaciones en su contra, y en Chile la derecha explícita tuvo ya su cataclismo electoral.
Por estos pagos, Macri tiró la toalla de la interna de PRO y se fue de vacaciones (una vez más). Pero lo más destacado no es sólo esa interna, sino la resurrección del radicalismo.
Desde el surgimiento del peronismo, en la década del 40 y hasta el helicóptero de De la Rúa, la U.C.R. había sido el eje –con votos y estructura electoral– de la derecha antiperonista. Con notables excepciones y/o matices como el gobierno de Illia y los primeros años de Alfonsín.
En este milenio había tenido que relegar ese rol para ponerse a la cola de Macri, liderazgo de una derecha más explícita que nunca antes había tenido votos y que se posicionó –hasta el punto de alcanzar la presidencia durante un período– gracias al opacamiento errático del radicalismo y con la ayuda de Néstor Kirchner que creyó –equivocadamente– que polarizar con una representación muy nítida de la oligarquía le aseguraría permanentemente una mayoría social.
Ahora, el radicalismo está resurgiendo y se siente competitivo. En muchos territorios y de muchas formas. A las nacionalmente más visibles como Lousteau y probablemente Manes en las dos jurisdicciones que son la preocupación casi excluyente de la televisión y la prensa mal llamadas “nacionales”, se suman territorios donde nunca perdieron hegemonía o al menos peso. Como Jujuy o Mendoza.
En la provincia de Santa Fe, una particularidad muy singular, los radicales se habían dividido entre los que reportaban al PRO y los que aceptaban la conducción del Partido Socialista. Aquí el escenario se vio impactado por los fallecimientos de Binner y Lifschitz, dos referentes que -aunque habían impulsado políticas progresistas en ámbitos muy acotados, como la salud pública-, cada vez más visiblemente se subordinaban a los mandatos del poder económico, al que nunca quisieron enfrentar, sino más bien aliarse. También obviamente, por la pérdida en las últimas elecciones de los gobiernos de la provincia y de Rosario.
La oportunidad está siendo aprovechada no sólo por los radicales que mantienen su afiliación al partido tradicional, sino especialmente por el intendente de Rosario, en articulación con otros, que después de haber sido en las elecciones del año fatídico (2001), el principal candidato radical municipal por la Alianza ha ensayado otras identidades, sin perder nunca su raíz. Un ambicioso proyecto provincial, que pretende –no sólo restaurar el radicalismo– sino construir una fuerza mucho más abarcativa -que logra instrumentar para sus fines incluso a sectores que se pretenden de una izquierda autónoma, además de otros del peronismo y del PRO-, con claras ambiciones de poder provincial y articulando con la restauración radical a nivel nacional, sin renunciar a alianzas con los sectores menos ultras del PRO. También arrastrando a los restos del socialismo que acepten subordinarse a este nuevo esquema conservador.
Aunque el armado tenga algunas poses progresistas, sobre todo en los temas que no molestan al núcleo del poder económico; claramente son la expresión de una nueva derecha. Probablemente no les agrade ser catalogados así, pero no solamente la cercanía con figuras del PRO supuestamente moderadas, pero que nunca se han diferenciado del macrismo en el programa, sino sólo en las formas, los delata. También la perspectiva inequívoca de obturar en la Argentina y en cada uno de sus subterritorios, la emergencia de expresiones emancipadoras que puedan llegar a cuestionar los basamentos de una estructura económica y social injusta que es imprescindible cambiar.
El peronismo es su preocupación más inmediata. Se constituyen para oponérsele. Pero para nada la única, porque saben que las contradicciones y vacilaciones de ese movimiento, que se ven hoy a nivel nacional, pero mucho más en Santa Fe, con la hegemonía de un peronismo claramente conservador, como el de Perotti; no es un riesgo para esa estructura económica de privilegios más que bicentenarios que ellos nacen para defender.
Es necesaria la construcción de alternativas no sólo por fuera de la grieta aparente de peronismo-antiperonismo, sino bien adentro de la grieta real que hace que una pequeñísima minoría de argentinos aliados al poder económico internacional se lleve el grueso de las para nada escasas riquezas generadas en el país, mientras una enorme porción de la población está en la pobreza y otra gran parte, los sectores medios, viven la angustia económica, de seguridad y de todo tipo generados por esta estructura de desigualdad que es menester terminar. En esa grieta hay que estar bien metidos, metidos del lado de la gran mayoría del pueblo.